El efecto de verdad
Un poco a la manera de Abbas Kiarostami, la realizadora Lola Arias consigue dar carnadura real a una historia protagonizada por ex combatientes, sin dejar de remarcar los artificios.
Libre de falsos escrúpulos, Lola Arias hace de la palabra teatro la primera del título de su ópera prima cinematográfica. Lo hace sabiendo que Teatro de guerra no es esa artesanía sucedánea a la que da en llamarse “teatro filmado”, sino otra cosa. Otra clase de objeto, más singular, más autónomo e independiente. Más híbrido. Tal vez se trate de cine teatralizado, lo contrario del teatro filmado. Si en esa clase de películas se toma una obra X (Shakespeare, Chejov, Cossa) y se la filma sin plantearse qué es el cine, Arias incorpora el espacio cinematográfico y el tamaño y duración del plano –no tanto el montaje y el fuera de campo– a sus experimentaciones con la fusión de tiempos y registros, dando por resultado un objeto cinematográfico en proceso de identificación, singular, poderoso, reflexivo y emotivo.
Arias trabaja desde hace unos años sobre la Guerra de Malvinas (ver aparte). Teatro de guerra, ganó un premio en el Forum de la Berlinale en febrero y dos meses más tarde el de Mejor Dirección en el Bafici. Es el segundo debut cinematográfico fructífero en la última década, después del de Federico León en Todo juntos. Tanto León como Arias trabajaron sus películas sobre planos fijos. Aquél, acentuando la angustia interna mediante la duración y la exposición del espectador. Ésta, dando lugar a una heteróclita sucesión de “cuadros”, en los que se trabaja la oposición entre “verdad” y artificio (teatral) expuesto.
Como Abbas Kiarostami en sus películas más celebradas, como Eduardo Coutinho en Jogo de cena, como Joshua Oppenheimer en The Act of Killing, Arias convierte en actores a los protagonistas “reales” de los hechos que va a narrar, que son veteranos de guerra argentinos y británicos. Más que narrar, representar. Antes que una narración clásica, Teatro... encadena escenas autónomas que iluminan el tema. Poniendo en escena a sus campesinos de Koker, Kiarostami buscaba un puro efecto de realidad. Coutinho diluía la diferencia entre actrices profesionales y no actrices. Oppenheimer apuntaba a una suerte de multiplicación del asco, al hacer que los torturadores indonesios de tiempos de Sukarno representaran festivamente sus torturas en cámara, tres décadas más tarde.
La estrategia de Arias se parece más que nada a la de Kiarostami, aunque –salvo un par de casos, más emocionales– el tiempo transcurrido y la necesidad de poner distancia tal vez, hacen que si en lugar de los protagonistas se hubiera tratado de actores (actores con sus marcas borradas, eso sí), el efecto no habría sido muy distinto. Las técnicas varían de escena en escena. El ruinoso edificio que sirve de alegórico decorado inicial, y al que los veteranos parecen reconocer lentamente, como si se tratara de las propias islas, ya no reaparecerá. Tampoco la fusión entre pasado y presente de ese episodio, así como la conversión de “actores” en “combatientes”, y viceversa. Sí reaparece una escena que obsesiona a un ex oficial inglés, que no puede dejar de recordarla: la muerte de un soldado enemigo, cuyas últimas palabras son paradójicamente en el idioma del otro.
El idioma del otro es un tema que recorre Teatro de guerra, tanto como el del intercambio en general. Los protagonistas hablan en su idioma y en el del “enemigo”, eventualmente con ayuda de una traductora. Comparten situaciones y a veces se enseñan artes marciales. La de enemigo es una noción abatida aquí. Se percibe genuino el respeto por el otro, la sensación de “igual” que unos despiertan en otros, la repulsa por la muerte ajena. La presencia en cuadro de técnicos de sonido, así como de los cacharros de un estudio de fotografía, recuerdan que lo que el espectador ve es un artificio. La fijeza de los planos, que requiere de un montaje mínimo, parece apuntar en el mismo sentido. La marcación actoral no, y esto es clave en el efecto de verdad que transmite Teatro de guerra, y en su alto poder emotivo.