El niño es padre del hombre
Al margen de ser una serie televisiva de culto -y un grupo de hip hop igual de fugaz y aún menos conocido-, la expresión “arrested development” tiene una traducción más o menos definida: viene a ser algo así como “desarrollo detenido”. Históricamente, es un término de la medicina y se refiere a cuando un niño deja de desarrollarse físicamente. En la terminología psicológica se utiliza más concretamente para una detención o retraso en el desarrollo mental. El término se fue popularizando y hoy, en el léxico normal estadounidense, se lo usa para hablar de aquellas personas que parecen haberse quedado -mentalmente- en el pasado, que no quieren dejar nunca la adolescencia.
Ese tipo de personaje -el treintañero que sigue actuando como si tuviera 18- es el prototipo de la comedia hollywoodense de los últimos años: el hombre que se rehúsa a crecer, a formalizar con una pareja, a conseguir un “trabajo serio” y que prefiere seguir apegado a sus referencias -íconos, amigos, héroes, programas de TV, costumbres, bebidas y drogas- de la adolescencia. Los vemos en las películas y circulan alrededor nuestro. Tan sólo tienen que mirar alrededor suyo y buscar a alguno con una remera de Volver al futuro o con la melodía de Star Wars sonando en el celular. Bueno, ése. Y sus amigos…
Ese “hombre/niño” tiene otras particularidades, muchas de las cuales salen a la luz en Ted, la muy divertida comedia dirigida por el creador de Padre de familia / Family Guy, Seth MacFarlane, y protagonizada por Mark Wahlberg y por Ted, un oso de peluche que vive y habla como cualquiera de nosotros (sólo que con un cerrado acento de Boston) y que es su “hermano del alma”. Según narran en esa especie de negro cuentito de Navidad que abre la película, John Bennet era, en 1985, un niño solitario, ignorado por todos los chicos de su barrio. Cuando sus padres le regalan un gigante oso de peluche para Navidad, lo único que John quiere es que el oso cobre vida y sea su amigo. A la mañana siguiente, su deseo se cumple: Ted vive, habla y camina.
La película salta de allí a algo que se parece a la actualidad, y lo hace con un detalle narrativo inteligentísimo: Ted no es mantenido en secreto por la familia de John, sino que se transforma en una celebridad que sale en los diarios y en TV (un muy gracioso clip lo muestra en el talk show de Johnny Carson) hasta que, con el tiempo, la novedad pasa y todo Boston se acostumbra a que entre ellos hay un oso que habla. Y ya casi nadie le presta demasiada atención… No es otra cosa que una algo decadente estrella infantil en el olvido.
Pero en el presente Ted ya no es ese osito dulce y tierno de los ‘80, sino un tipo que no hace más que mirar la tele, comer, beber, consumir drogas, putear de todas las formas posibles y mantenerse siempre cerca su amigo John, igualmente “detenido” en esa adolescencia permanente, con un horrible trabajo que no le importa mucho. Pero John está de novio con Lori (Mila Kunis, nada menos) y, después de cuatro años de relación, la chica ya quiere que empezar a formalizar, por lo que -si bien ella tiene una buena relación con Ted- le pide a John que empiece a dejarlo de frecuentar tanto.
Forzado por la situación, Ted se muda, consigue un trabajo en un supermercado y será ése el eje de la narración: ¿Deberá John abandonar al osito para “crecer” y casarse con Lori? ¿Deberá ser fiel a su “amigo de por vida” y dejar a la chica que intenta separarlos? ¿O habrá alguna manera de hacer congeniar las dos cosas?
El chiste de Ted -lo han dicho muchos- es uno solo: un oso que habla, bebe, se droga y se enfiesta cual jefe de la barra brava de Chacarita. Pero lo cierto es que MacFarlane (que le da la voz al oso) ha logrado armar alrededor de ese “concepto” una película no sólo muy graciosa y políticamente incorrecta por donde se la mire, sino, finalmente, una serie de personajes tiernos y queribles con los que el espectador se sentirá -es raro decirlo tratándose de un oso de juguete- bastante identificado.
Su estructura en extremo convencional (a la que se suma un padre e hijo fans de Ted que intentan secuestrarlo) es parte de ese juego paródico: Ted es una comedia romántica clásica, pero también es pariente del ciclo de comedias irreverentes de la factoría Apatow, plagada de personajes (los Seth Rogen y Jonah Hill de años atrás) que responden al mismo modelo “slacker” que John y Ted. Y a eso le suma un tercer subgénero: la comedia animada. Es que, en el fondo, por su estructura y humor, Ted podría ser un film de animación (de hecho el proyecto se inició de esa manera) y por momentos la sombra de Toy Story (junto a la idea de crecer y deshacerse de los juguetes, el niño malo que los maltrata y la persecución posterior) ronda la película.
Todos esos elementos -y el humor físico, inesperado, que la película tiene- podrían convertirla en un verdadero clásico de la comedia (hace mucho tiempo que no me reía tanto en un cine). Pero hay algo que, en mi opinión, le impide transformarse en eso: el uso de un humor “referencial” permanente. Como todos los treintañeros que añoran el pasado, las charlas de Ted y John están plagadas de referencias a la cultura pop, especialmente a sus zonas más bajas de los años ’80 (su héroe y un personaje clave en la trama no es otro que el Flash Gordon de la película de 1980 y el actor que lo interpreta, Sam Jones), citas que a esta altura podrían ser consideradas casi clásicas.
Pero MacFarlane no frena ahí y sus chistes abarcan situaciones, celebridades, actores y películas de los últimos años, con lo cual la broma se queda en un facilismo que algunos podrían llamar televisivo (en Saturday Night Live o cualquier talk show funcionarían bien, pero una película debería apostar a hacer chistes con asuntos algo más duraderos que Justin Bieber, las películas Jack & Jill o Diario de una pasión, Taylor Lautner o Susan Boyle), y ya me imagino en una edición 25° aniversario alguno cambiando las referencias para usar unas nuevas.
Esas dudas, claro, se apreciarán luego de un tiempo, o aún después de ver la película, ya que lo que Ted logra es montar al espectador en una cadena de risas imparable que no da tiempo para ponerse a analizar la estructura de ese humor. Lo que sí queda muy claro viéndola es que, más allá de la broma tipo one-liner que tiene casi todo el tiempo (dos escenas de violencia física muy graciosas apuestan por otro lado), el film no sería lo que es si la pareja y el oso en cuestión no lograran transformarse en personajes adorables.
Con sus trucos y trampas para no perder a su amigo, Ted termina siendo igual a los juguetes de Toy Story, un muñeco que hará lo imposible por evitar que su dueño/amigo crezca y deje de lado al niño que todavía sigue siendo. A lo que MacFarlane apuesta es a que John sea esa persona adulta que logra llegar a algo con Lori, pero que ni él -ni ella, ni los espectadores- pierdan del todo esa capacidad de ser idiotas cuando quieran o puedan.