Un osito de peluche como mejor amigo
Comedia sobre la ilusión de eterna adolescencia y sobre el mundo adulto como tragedia, la película se balancea entre ambos mundos. En su debut cinematográfico, el creador de la serie animada Family Guy pinta una América poblada de psychos.
En La doble vida de Walter, Jodie Foster jugaba una carta brava: el protagonista, un cincuentón con serios problemas, adoptaba como muleta frente al mundo a un castor de peluche. Lo difícil era hacer de eso algo creíble, tratándose, como se trataba, de un drama adusto y reconcentrado. Resultado: apuesta audaz, pero fallida. En Ted, su primera película, Seth McFarlane –creador de la serie animada Family Guy– hace una apuesta parecida, dándole a su también complicado protagonista un osito de peluche como mejor y único amigo. Un osito que en un momento dado se larga a hablar. Pero ahora no se trata de un drama, sino de una comedia. Una comedia tan zarpada (tan libre) como suelen serlo las nuevas comedias estadounidenses (de aquí en más, NCE). A diferencia de Mel Gibson en la película de Foster, que lo hacía ya de grande, el protagonista de Ted adopta al muñeco siendo niño. El chico pide que hable, el osito habla, y a otra cosa. Otra cosa que, como suele suceder con la NCE, es más de lo que aparenta. Aunque también algo menos de lo que podría.
“¡Ojalá hablaras!”, ruega John Bennett al osito al que está abrazado, la noche de Navidad de 1985. Dicho y hecho: a la mañana siguiente, Ted baja de la cama, va a la cocina y les desea feliz Navidad a los papás de su amigo. “¡Traé la pistola!”, tiembla, horrorizado, papá. “¡Es un milagro de Navidad!”, prefiere pensar mamá. En dos segundos y sin el menor subrayado, McFarlane acaba de pintar, como lo viene haciendo en la televisión desde hace años, al típico family guy y la típica family gal. Ante una situación que se sale del esquema, lo primero que piensa papá es en su arma, mientras que mamá prefiere la variante religiosa. Armas y religión: América. En la primera escena, John ofrece ayuda a un chico al que una patotita está moliendo a palos (“Navidad, el momento del año en el que todos se unen para joder a los chicos judíos”, dice el off con deliberada pompa). Ante el ofrecimiento, todos los demás lo echan a patadas... ¡incluyendo el propio chico al que están apaleando! Si hay alguna forma más elocuente y desternillante de pintar a un chico rechazado, el autor de esta nota no la conoce.
Ted es algo así como la variante-peluche de la corriente de películas a las que se llama (los yanquis tienen neologismos para todo) bromantic comedies. El nombre viene de bromance, contracción de brother y romance. Son películas o series sobre amigos inseparables, aunque no gays (no en lo manifiesto, al menos). Tampoco necesariamente adolescentes y a veces ni siquiera jóvenes. Hay bromances de dos (Beavis & Butthead, Mike Myers y Dana Carvey en El mundo según Wayne, Will Ferrell y John C. Reilly en Hermanastros, los protagonistas de la reciente 50/50) o de a más (Supercool, Old School, ambas ¿Qué pasó ayer?). Hay una serie que se llama Bromance, una película de título I Love You, Man y otra, True Bromance. Si hay una presencia temida, rechazada o conflictiva en una bromantic comedy es, claro, la novia de uno de los protagonistas. En 50/50, la película la trataba horriblemente. En Ted, al contrario, se adopta su punto de vista.
La chica, Lori (Mila Kunis, con unos ojos que parecen crecerle de película en película), es la novia de John Bennett cuando el muchacho, de 35, es lo que en la calle llamarían “boludo grande”. Ted tiene 27. Porque uno de los aciertos de la película es que el muñeco crece. Por eso putea, se la pasa con una pipa de hachís, arma partuzas y, claro, arrastra a John a (casi) todo ello. John trata de llevar vida de adulto (trabaja en una firma de autos de alquiler, tiene novia), pero cada vez que el otro menciona la palabra “porro” (cosa que ocurre muy seguido) larga todo y va. Cosa que Lori (que no está pintada como la bruja, ni la jodida, ni la celosa, sino sólo como la chica que quiere armar una vida con el novio) no mira con buenos ojos. Comedia sobre la ilusión de eterna adolescencia, sobre el mundo adulto como tragedia, la propia película se balancea entre ambos mundos, cayendo a veces en algunos chistontos y abusando de referencias a celebrities. Pero McFarlane saca muy buen partido de la resucitación de Sam Jones, tronquísimo protagonista de la pésima Flash Gordon, simpatiquísimo aquí.
En sus mejores momentos y más allá de algunos golpes de genio muy propios de la NCE (el tipo que no sabe si es gay o no, el dueño del supermercado, que contrata o asciende a los peores candidatos, la antológica pelea a trompadas entre hombre y muñeco), Ted pinta una América poblada de psychos (el padre e hijo que secuestran al peluche), de un culto enfermizo por la fama (lo secuestran por ser famoso), de niños-monstruo, de jefes abusadores, de treintañeros que se niegan a crecer, de solitarios cuyo único amigo lleva la marca Hasbro, de mamás chupacirios y padres que andan calzados. Nada demasiado distinto de lo que suele mostrar Todd Solondz, y de modo igualmente sucio y desprolijo. Pero más gracioso.