Las criaturas que conciben los hermanos Coen suelen estar desconectadas del mundo que les toca habitar y por eso muchas veces no comprenden lo que sucede a su alrededor. A los directores se los ha definido como cínicos e incapaces de generar empatía. Es cierto que muchas veces demuestran desprecio por sus personajes y que tienen una postura nihilista frente al mundo, pero esa fórmula está gastada; todos hablan de esos aspectos cuando aparece una nueva película de los Coen y son tan similares las apreciaciones que a uno le da la sensación de que escribieron la nota antes de ver la película.
Temple de Acero es una remake de otra que en 1969 dirigió Henry Hathaway y protagonizó un veterano John Wayne. Basada en un libro de Charles Portis, cuenta la historia de Mattie, (Hailee Steinfeld) una niña de catorce años que busca venganza luego de que Tom Chaney (Josh Brolin) asesinara a su padre. La niña recauda dinero para contratar a Rooster Cogburn (Jeff Bridges), un sheriff en decadencia que dispara primero y pregunta después.
Maileen quiere venganza, quiere que el culpable sea juzgado y ahorcado en Fort Smith, lugar donde ella vive y donde su padre fue asesinado. Por eso se resiste a que el sheriff texano La Beouf (Matt Damon), se lleve Chaney a su estado para juzgarlo allí por la muerte de un senador y su perro.
Temple de acero responde con soltura a las exigencias del western, género cinematográfico por excelencia, aunque desliza cada tanto su habitual humor. Lo extraño del caso es que avanzada la trama nos damos cuenta de que ese desconcierto que mencionábamos más arriba como característica propia de los Coen presenta un costado fantástico. En una de las mejores escenas de la película, Rooster despacha a la distancia a tres de los cuatro maleantes que se presentan en una casa. El frío amenaza, Maileen y Rooster deciden quedarse allí a pasar la noche junto a La Beouf. Antes de entrar, Maileen le habla a su caballo y le dice, entre otras cosas, que va a estar todo bien, que ya falta poco para atrapar al asesino de su padre y cumplir la misión. El momento guarda una especial melancolía: el fondo negro alterado por pequeños copos de nieve, se recorta detrás de la figura de la niña. Al ingresar a la cabaña Maileen observa los tres cadáveres que yacen sentados contra la pared, al lado de la puerta, pero su rostro permanece impávido. Más adelante, cuando finalmente encuentran a Chaney es Maileen quien le dispara y un segundo después de hacerlo cae en una cueva. Rooster llega en su rescate pero no alcanza a evitar que la niña sea mordida por una de las tantas víboras que la rodean.
Lo que sigue es una cabalgata hipnótica, en el medio de la noche, hacia la atención médica que la niña necesita. Es la figura del caballo la que ahora se recorta mientras el fondo devela una noche estrellada.
Los hermanos Coen se encargan de alejar a los personajes de ese pasado ficticio que el western contruyó en la historia del cine. Hacia el final, sólo quedan frases que resuenan en la memoria, el sheriff como espectáculo de circo y una niña adulta, distante como el recuerdo.
Cuando la película se estrenó, hace más de cuarenta años, la carrera de John Wayne estaba terminando. Un año después recibiría su primer y único Oscar, más como reconocimiento a sus décadas de trayectoria que por lo destacado de su interpretación. En la edición de febrero de la revista El amante, Federico Karstulovich establece una relación interesante: mientras la carrera de John Wayne llegaba a su fin, el género también vivía su ocaso. En la actualidad, Jeff Bridges y Matt Damon viven su mejor momento y Hailee Steinfeld es, sin dudas, una de las grandes revelaciones del año. Parece un comentario menor, pero resulta valiosa la comparación porque ese final y algunas escenas de esta película piden a gritos un nuevo intento de renovación del gran género cinematográfico. Ojalá que así sea.