Hasta el momento, tengo vistas siete de las diez nominadas como mejor película. De esas siete, dos me parecen excelentes. Pero no son justamente las dos que vi este jueves 10 de febrero.
1. El discurso del rey, de Tom Hooper. Ya todo el mundo sabe de qué trata, y si quieren leer críticas a favor ahí tienen la inmensa mayoría de lo que salió ayer en los medios argentinos (tanto impresos como por Internet, al menos). Este brevísimo texto no será favorable. El discurso del rey es mucho más una ilustración audiovisual que una película. Intento explicarme: no hay aquí nada que presuponga una construcción cinematográfica ni modernamente reflexiva, ni posmodernamente cínica, ni sólidamente clásica, tampoco profesionalmente brillante (puede notarse mucho de representación escolar de lujo antes que de estilo, o de mero manejo cinematográfico). Hay, sí, una simplicidad dramática rayana en el infantilismo, una gruesa apuesta por el psicologismo, un festival de actuaciones tendientes a lo teatral, es decir, que no confían en el poder de acercamiento y de amplificación de la cámara de cine (con sus puntos culminantes en las grotescas caracterizaciones que hacen Timothy Spall de Winston Churchill y Derek Jacobi del arzobispo). Hay también un cálculo: hacer un cine timorato, sin filo, blandengue, que no cuente nada más que lo que literalmente se está contando, que no abra sentidos. El resultado: imágenes y sonidos unidimensionales, que ilustran perezosamente un guión (basado en hechos reales, pero sin sus zonas más oscuras, o incluso grises).
2. Luego entré a ver Temple de acero, el western de los Coen. Y sí, durante unos cuantos minutos estuve fascinado porque esta es una película cabal, con imágenes con un sentido que va más allá de lo meramente informativo de cada plano, imágenes con peso. En El discurso del rey, por poner un ejemplo, vemos a un personaje que camina por un pasillo (vemos muchos por muchos pasillos) y todo lo que nos ofrece la película es esa mera información. En Temple de acero vemos un tren que llega a un pueblo, y al ver que las vías terminan justo allí entendemos que la “línea de civilización” se corta en ese lugar (no hay planos con estas características, con este valor agregado, en la película de Hooper). Y en la manera de caminar del gran Jeff Bridges hay ecos de John Wayne (que fue el protagonista de la versión de True Grit de 1969 de Henry Hathaway). Bridges es una presencia cinematográfica, alguien que irradia personalidad en una pantalla de cine; Colin Firth en El discurso del rey tiene que sudar la camiseta actoral, componer y componer (y así arruinar lo hipotéticamente verosímil de su personaje).
Temple de acero, un western, una película del género cinematográfico por excelencia. Así las cosas, el habitual cinismo y desapego de los Coen frente a lo que relatan se ve horadado por la grandeza del género y sus actores (sobre todo Bridges y la adolescente Hailee Steinfeld, que interpreta a Mattie Ross). Cuando vemos la gran imagen de Mattie cruzando el río a caballo ahí se cuelan la grandeza, la historia y las emociones del género: es muy difícil dilapidar una imagen así, y los Coen no dejan de ser unos cineastas inteligentes que saben que no deben arruinarla. Sin embargo, como si en algún momento no pudieran negar su naturaleza –como en la fábula del escorpión y la rana–, los Coen se hunden parcialmente. En la última parte de Temple de acero la acción se hace más mecánica, más burocrática (sobre todo en la “puesta en peligro” de Mattie en la cueva), menos fluida y menos lógica; si comparan este tiroteo diurno del final con el nocturno de la mitad del relato notarán que el diurno parece estructurado a las apuradas, con poca gracia, con las peripecias convertidas en trámites: “primero pasa esto, luego lo otro”; y la excesiva simplicidad en los Coen suele evidenciar ese desapego entre burlón y cínico que los ha caracterizado en tantas de sus películas. Estoy convencido de que los méritos de Temple de acero tienen más relación con la grandeza y la historia del western que con “el toque Coen”. Sí, soy un malpensado. Y es más: creo que la naturaleza de la mirada de los Coen se revela en el epílogo (no lean esto sino quieren enterarse del final): 25 años después, vemos a Mattie, convertida en una mujer de casi cuarenta años. De adolescente, Mattie tenía una nariz ancha y hermosa, unos ojos de extraordinaria vitalidad, un rostro atractivo con labios gruesos. De mujer de casi cuarenta la vemos con labios finitos, apagada, fea y avinagrada. Ok, podrán decir “le fue mal en la vida”. Aceptado: pero los Coen no me convencen de que una chica de catorce con esa hermosa nariz ancha pueda pasar a tener nariz finita y hasta ganchuda en veinticinco años. Sí, soy malpensado, pero creo que ese llamativo y casi ridículo cambio físico en el personaje pinta a los Coen como unos cineastas que no pueden soportar haber estado cerca de logar en una película totalmente empática, y por eso deciden dejarnos con una última imagen de Mattie vaciada de belleza.