Crepuscular y paródico
La mayor ceremonia de autocelebración de la industria cinematográfica está a la vuelta de la esquina, y nuevamente sus mayores protagonistas amenazan con ser algunos de los otrora niños mimados del cine independiente norteamericano: los hermanos Joel y Ethan Coen (con el western Temple de Acero) y el resucitado Darren Aronofsky (con el drama de tintes psicológicos Cisne Negro, del cual hablaremos más adelante), entre otros que se podrían sumar a la lista (como David Fincher -con Red Social- o Danny Boyle -con la masoquista 127 horas-). La división entre cine comercial e independiente suele ser caprichosa e inconducente, pero el Oscar nunca lo es: su misión es premiar y celebrar un tipo de cine específico, históricamente determinable pese a sus mutaciones, que difícilmente se distancie del llamado Modelo Institucional de Representación. El cine independiente del norte (o cierta parte de ese universo siempre heterogéneo, que incluye también a nombres como Kelly Richards, Jim Jarmusch, Todd Solondz, Abel Ferrara o Wes Anderson, que difícilmente vayan a estar en el Kodak Theater), muestra aquí sus límites, ya que se confina a ser apenas una puerta de acceso a las grandes marquesinas de Hollywood.
Nunca, empero, hay que juzgar a priori, ya que incluso en la gran industria suele haber sorpresas, sobre todo cuando se reivindica el clasicismo, como muy a su manera intentan hacer los Coen en Temple de acero. Western crepuscular y en cierta medida paródico, el nuevo filme de esta dupla de directores que ya han hecho de sí mismos toda una marca de estilo en Hollywood (y vale citar sus propias palabras cuando recibieron el Oscar en 2008 para ilustrarlo: “Gracias por dejarnos jugar en nuestro rincón del arenero”), es una apropiación sin dudas particular de un clásico de 1969 (basado a su vez en una novela emblemática de Charles Portis, de título homónimo), pero atravesada por el tamiz de los Coen con una extraña sutileza: su típico humor negro y su mirada desencantada del mundo (y de sus personajes) están aquí inusualmente medidos, eficazmente integrados a un clasicismo mayor que intenta respetar los códigos del género (aunque los resultados no sean siempre convincentes).
Su protagonista principal es apenas una adolescente, Mattie Ross (Hailee Stenfield, en un debut prometedor), joven que acaba de sufrir el asesinato de su padre, pero cuya determinación de hierro la llevará a buscar venganza por todos los medios. Como las autoridades ignoran sus reclamos, Mattie deberá recurrir a un veterano cazador de recompensas llamado Rooster Cogburn (el gran Jeff Bridges), antiguo alguacil ya retirado que ostenta un parche en el ojo y un cuerpo ajetreado por su afición al alcohol, pero que se convertirá en su gran esperanza. También aparecerá otro justiciero, un Texas Ranger llamado La Boeuf (Matt Damon, tal vez el más flojo con su sonrisa modélica y su dentadura reluciente), que busca al mismo forajido (interpretado por Josh Brolin), con la intención de llevárselo a sus pagos, algo que Mattie no está dispuesta a aceptar pues pretende verlo ajusticiado en la plaza pública de su pueblo, por matar a su padre. El desafío es doble porque el fugitivo se ha refugiado en territorio indio, en un tiempo en el que la limpieza étnica de los pueblos originarios aún no estaba concluida y la gran amenaza seguían siendo esos salvajes indómitos que resistían la colonización blanca. Así y todo, Mattie logrará sumarse a la cacería, que incluirá también a una banda de forajidos que acompañan al asesino del caso.
El planteo estético y narrativo de los Coen es clásico, y en general respeta los cánones del género (con sus planos generales que exploran la relación del hombre con su entorno, sus típicos escenarios y también sus temas históricos acostumbrados, como la relación del blanco con los indios -cuya marginalidad es apuntada sutilmente en dos escenas-), aunque su versión de True Grit (título en inglés) contiene una dosis inusual de humor, donde se revela su marca autoral: un humor a veces paródico y otras bien negro, sobre todo a cargo de Bridges, pero que casi nunca cae en la mirada despectiva de los personajes, como es su costumbre (acaso la excepción sea uno de los hombres que acompañan al fugitivo, que sólo se comunica a través de sonidos animales). Su mirada del mundo sigue siendo cruel y desangelada, aunque esta vez se justifica por su trama y su tiempo histórico, y hacia el final quedará contrarrestada por una apuesta inusualmente humanista en un hermoso pasaje que, como supo ver el gran crítico Roger Koza (www.ojosabiertos.wordpress.com), remite a La noche del cazador. La pericia formal de los hermanos queda patente en un par de escenas memorables, alguna de ellas en un gran pasaje de acción, aunque en otras (como en la resolución final del enfrentamiento), se nota quizás la mano del productor, nada menos que Steven Spielberg, donde el filme pierde definitivamente cierta contención que los Coen habían sabido mantener en el límite, disminuyendo así sus logros.
Por Martín Ipa