Más corazón que cinismo
Digresión. No imagino en el panorama del Hollywood más industrial y popular de hoy día dos universos más disímiles que los de Steven Spielberg y los Hermanos Coen. Como tampoco entiendo la fascinación de Spielberg con Stanley Kubrick. Decíamos, dos mundos: el de Spielberg, humanista y sensible, afecto a las emociones, aún bordeando la oscuridad como lo ha demostrado en Inteligencia artificial, Guerra de los mundos o Munich; el de los Coen, cínico y distante, más inteligente que emotivo, pura formalidad incapaz de generar emociones, aún con sus muy buenas películas a cuesta. ¿Pero qué pasa cuando ambos universos chocan? La respuesta puede ser Temple de acero, una verdadera rareza aún cuando se trata de un film clásico, tal vez el más claro expositivamente que han filmado los Coen. Pero Spielberg produciendo y Joel & Ethan narrando, construyen un artefacto particular: plagado de tanto humor negro como de sensibilidad, de humanismo como de cierta desconfianza hacia el mundo, dejando rastros autorales aquí y allá, pero siempre manteniéndose centrados en el cuento. Y si bien el lector habrá notado que uno es más spilberguiano que coeniano, debo reconocer que el éxito de Temple de acero se debe a la mano firme de los directores: son ellos quienes deciden incorporar el sentimiento justo, que viene más de la coherencia del western, sin que las cosas se les vayan de la mano. Veamos la reciente experiencia de Spielberg produciendo a Clint Eastwood en Más allá de la vida -en este sitio pueden leer una muy buena crítica del colega Javier Luzi, con la que coincido parcialmente y que hace hincapié en estas cuestiones-: si la mano del productor allí se nota más y es más perjudicial, no es tanto por su injerencia sino porque en el fondo Eastwood y Spielberg son más o menos lo mismo, dos directores norteamericanos, norteamericanos en el sentido de valores similares que pretenden representar con su cine. Y ramplón se termina dando por acumulación. La cosa con los Coen es diferente, porque en ellos reside una mirada bastante cáustica sobre lo norteamericano, y si aquí pudieron terminar construyendo un western clásico, con muy pocos manierismos, es porque antes ya habían experimentado con el género en la notable Sin lugar para los débiles. Esta, por contrapartida, es una película bastante libre, casi sin pretensiones, y sin embargo es una soberbia demostración de muy buen cine.
Si usted llegó hasta aquí, ya es momento de que hablemos de Temple de acero.
Si bien nadie se acordaba demasiado del Temple de acero original (1969), había un par de elementos a tener en cuenta de cara a esta remake -aunque los directores lo nieguen y digan que se basan en la novela de Charles Portis-: por un lado, que representaba un western crepuscular, de esos que se hicieron en la década de 1960, cuando el género dio paso al revisionismo esporádico amén de la popularidad del spaghetti western; pero por el otro, que había servido para que John Wayne se gane un Oscar con una actuación que resumía de alguna manera su carrera: un sheriff tuerto, en el ocaso de su vida, algo descreído y alejado de los compromisos, que se ponía de nuevo en carrera cuando una joven de 14 años venía a contratarlo para que encuentre a quien había asesinado a su padre. La duda sobre esta remake era: ¿los Coen van a tomar un western para desmenuzarlo como ya lo han hecho con otros géneros -noir, screwball comedy, cine de espías o el de gangsters- y tomarle el pelo o van a respetar el original y apelar a una mirada nostálgica sobre el género? La sorpresa es que ninguna de las dos cosas.
Efectivamente los Coen vuelven a contar la misma historia sin correr casi una coma, pero lo que hacen muy sabiamente es contarla como si nunca se hubiera contado. Es más, como si el western no hubiera existido y lo estuvieran fundando. Es decir: no hay aquí aires revisionistas como el Eastwood de Los imperdonables, el Kevin Costner de Pacto de justicia o el Jim Jarmusch de Dead man, pero tampoco un sabor terminal como en el original de Henry Hathaway, lo que hubiera sido una torpeza teniendo en cuenta la actualidad del género. Sin embargo, lo más importante del film es que tampoco existe una mirada canchera y sobradora sobre el cine del lejano oeste. Por una vez en la vida los hermanitos creen en sus personajes, no los manipulan ni los utilizan para subrayar sus obsesiones. Los dejan ser, y eso se puede apreciar en la forma en que introducen aquí el humor: habitualmente, sus personajes parecen un títere donde la comicidad no surge de ellos sino que es impuesta por los autores. En el mundo de la mayoría de las películas de los Coen, los personajes nunca se dan cuenta que son una caricatura, y tanto el espectador como ellos ríen y se burlan de esas criaturas castigadas y maltrechas. Como ejemplo de lo que pasa en Temple de acero, está esa secuencia en la que Rooster Cogburn (Jeff Bridges) es enjuiciado por sus cuestionables métodos y crímenes. Si bien lo que dice Cogburn parece ridículo, esto surge de una puesta en escena que él mismo construye, actuando literalmente para la tribuna. En esa escena en particular, las risas surgen desde la pantalla -la gente que participa del juicio- y se extienden hasta la platea. Y esto es importante porque el humor en los Coen nunca es inocente, sino que sirve para cargar de sentido lo que se cuenta.
Entonces Temple de acero 2011 es una de vaqueros, de viajes, de paisajes inmensos, de tiros, de sombreros y de caballos -¡y qué caballos!- que como todo gran western deja subyacer una serie de temas universales y siempre complejos: la vida, la muerte, la justicia por mano propia, el heroísmo, la hermandad, la porosidad del alma que va filtrando la maldad. En la cita bíblica que inicia el film, que habla de la fuga y de la culpa, uno puede ver también una continuidad con Sin lugar para los débiles, un film que ponía real atención en las huellas, en los rastros, en los regueros de sangre que anunciaban la inminencia de la violencia. Precisamente ese parece ser el tema central en la filmografía de los Coen: la relación entre la sociedad norteamericana y la violencia, y no de gusto eligen un género emblemático como el western. En el caso de Sin lugar para los débiles era un film que tomaba elementos del western, pero los releía posmodernamente, aunque era dueño de una energía y una tensión que por ejemplo otra relectura como El hombre que nunca estuvo -en ese caso el noir- no tenía. En esta oportunidad lo que cambia es la actitud de los directores. Saber si van a continuar o no en esta tesitura es algo que uno no puede presagiar, aunque no es casualidad que tras dos películas bastante insatisfactorias como Quémese después de leerse y Un hombre serio se hayan refugiado en esta especie de run for cover medido.
De todos modos algo que no se puede obviar es que colaborando nuevamente con Jeff Bridges (antes había sido la delirante El gran Lebowski), los Coen logren un muy buen film. Vaya uno a saber qué transmite este buen hombre, que por cierto está en el mejor momento de su carrera, pero su genialidad, su presencia indudablemente cinematográfica y humana hace que los hermanitos se vean impedidos de atorar con su canchereada sobradora. Es curioso lo de Bridges: parece ir construyendo personajes geniales y queribles, y a su vez algo de ellos permanece en cada nueva composición como un eco, una reverberación: no es exagerado ver en este Cogburn rasgos del Jeff Lebowski y del Bad Blake de Loco corazón. Cierta irascibilidad, cierta decadencia consciente, cierto patetismo ameno, permanecen aquí pero explorando otros márgenes. Y aquí, esos márgenes, se construyen a partir de la sorprendente Hailee Steinfeld como la joven emprendedora Mattie Ross. Con apenas 13 años, la actriz se da el lujo de ser quien lleva adelante el relato y además de sostener una actuación infantil no a partir de la simpatía demagógica sino del carácter.
Temple de acero les reservará a Mattie y a Rooster, y a Jeff y Hailee, un final increíble. Sorprendente en el marco de una película de los Coen. Sin adelantar mucho, habrá un cielo azul oscuro sumamente intenso, un caballo negro exhausto, una larga cabalgata, alguien al borde la muerte y alguien haciendo lo imposible por salvar esa vida. Es un final emocionante, emocionante en un sentido epidérmico y emocionante en un sentido formal: los Coen aprovechan todos los elementos que aporta el western, todo ese espíritu noble y ese carácter épico, toda esa luz que brinda el notable Roger Deakins, para, por una vez en la vida -en sus vidas-, demostrarnos que también ellos son capaces de perder la vergüenza, de meterse en el barro de lo craso y vulgar, que pueden dejar a un lado la inteligencia y el cerebro y la necesidad de aparentar ser piolas, y jugárselas por un personaje, por una coherencia y una rectitud, por una ética. Después habrá un epílogo, una forma de homenaje bastante particular y también sentida -amén de algunos detalles no del todo felices-, que evidenciará el paso del tiempo mucho más que en un sentido cronológico. Temple de acero es, pues, la película que permitió que los Coen se emocionen con sus personajes y nosotros, con ellos. Más o menos como la experiencia de ser humanos. ¿Vieron que no estaba tan mal?