El Cine Recobra Vida
Hacía mucho tiempo que no vivía una verdadera experiencia cinematográfica. O sea, con los avances de los efectos especiales y la creación de paisajes generados por CGI, siento que se ha perdido el espectáculo de ver escenarios majestuosos, que justifican la diferencia entre ver una película en una sala, y en un living. Las pantallas son cuadradas. El cinerama, el formato panavisión, han desaparecido. Ahora uno puede tener su propio proyector con Blu-Ray, en su propia casa y no difiere mucho de ver una obra, acompañado por cientos de extraños frente a una pantalla gigante con sonido extraordinario, que sale por cada hueco de la sala.
Esta costumbre, impuesta por los avances tecnológicos para el formato hogareño (llámese Home Theatre), junto con la calidad de los nuevos discos y reproductores, sumado a que gracias a la piratería, es mucho más cómodo quedarse en el hogar viendo las mismas películas que pasan en las salas, ha provocado también la devaluación de los géneros épicos. Así como el espectador prefiere hacer una salida completa sin salir, los productores y directores crean escenarios sin salir siquiera de una isla de edición. El fenómeno de Avatar ha demostrado que ni siquiera hace falta crear decorados pintados a mano. Todo se genera mediante una computadora. Y lo irónico es que todavía existen paisajes inexplorados por las cámaras que merecen ser reconocidos en pantalla grande. Es la vagancia de la imaginación, la paja financiera de no correr riesgos para viajar a tierras hermosas, donde la naturaleza sigue demostrando que es más sabia que el hombre.
Y no es necesario crear una Ben Hur o una épica de David Lean, al estilo Lawrence de Arabia o Dr. Zhivago, para disfrutar de estos maravillosos paisajes. El mayor tributo que le ha dado el cine estadounidense al mundo es el western.
El que ha visto los clásicos épicos de John Ford filmados en Monument Valley o los paisajes españoles que simulan ser la frontera mexicana en los spaghetti westerns (especialmente los de Leone o Peckinpah) sabrá muy bien de lo que hablo. El paisaje es un personaje más, que influye en cada historia, en cada personaje, en las transformaciones psicológicas y físicas que los personajes sufren a lo largo de las historias. El oeste es un lugar donde confluyen el desierto más árido con espesas zonas montañosas, donde nieva durante casi todo el año. Por lo tanto, si el o los directores tienen un poco de instinto y un gran director de fotografía, sumado a una buena historia, podemos estar hablando de un gran espectáculo cinematográfico.
Lamentablemente, después del spaghetti western, que vino a cubrir las ausencias de Ford y Hawks detrás de cámaras, que le abrió paso a lo mejor de Peckinpah, etc, el género empezó a morir. A excepción de algunos destacados trabajos de bajo presupuesto, de los pocos westerns estrenos desde los ’80 hasta la fecha podríamos resaltar cinco como mucho: Silverado de Lawrence Kasdan, Danza con Lobos de Kevin Costner, El Jinete Pálido y Los Imperdonables del maestro Clint Eastwood… y ahí paramos de contar. Algunos como la remake 3:10 a Yuma, zafaban. Tommy Lee Jones hizo un trabajo interesante con Los Tres Entierros de Melquiades Estrada, pero era una historia contemporánea y muy independiente.
Por lo tanto, hace tiempo que el género pedía una revancha. Y los hermanos Coen han logrado un gran mérito por partida doble con esta remake: por un lado, nos han devuelto un western fordiano en su mejor concepto y, por otro, aportaron una inyección de verdadera espectacularidad al cine… como en los viejos tiempos.
El Gallo Vuelve a Pegar su Grito
Basada en la novela de Portis, la película de 1969 del experto Henry Hathaway cobró notoriedad no por su originalidad sino porque le devolvió a John Wayne una imagen épica que había perdido un poco desde que dejara de trabajar con Ford o Hawkes. Este ex sheriff hosco, duro, con parche en un ojo, que debía cuidar a una adolescente y cumplir con el pacto de vengar el asesinato de su padre, le aportó un poco de humanismo al estereotipado personaje que venía haciendo hacía tiempo, también a las órdenes de Hathaway. Sin embargo, durante el rodaje de Temple de Acero, se supo la triste noticia de que el “Duke” tenía cáncer. Acaso por miedo de no poder reconocerle el aporte artístico y épico que le brindó al cine, la Academia de Hollywood se apuró en darle un Oscar al Mejor Actor Protagónico por Temple de Acero. Si bien era una interpretación modesta e interesante, estaba lejos de la soberbia o la profundidad que había logrado con otros y mejores trabajos como La Diligencia, Fuerte Apache, La Legión Invencible, Más Corazón que Odio, El Hombre Quieto o Un Tiro en la Noche. Todas de John Ford.
Lo que era inimaginable era que los Hermanos Coen, que ya habían amagado con el género en Sin Lugar para los Débiles, pudieran logran una obra majestuosa, iluminada, reflexiva, elegante, encantadora, soberbia, trascendente, con los tintes crepusculares de los últimos trabajos de Ford y Eastwood, con una novela que nunca fue demasiado reconocida. La magia de los realizadores de Barton Fink radica en su amor por el cine, el instinto para elegir actores, transformar vaqueros implacables en miserables adorables… y principalmente no perder su personalidad autoral, no dejar de lado el patetismo y negativismo que caracteriza a su obra, cierto surrealismo y su impecable puesta en escena.
Desde el primer plano notamos que se trata de un film de los Coen. Al igual que en su última obra, Un Hombre Serio, la imagen no es nítida sino difusa, como un vago recuerdo que va a apareciendo de a poco en la memoria o un sueño que empieza a tomar forma. En las penumbras y cubierto por una fina nieve, típica de los Coen (los directores utilizan la nieve como elemento metafórico y lírico para simbolizar el tiempo y cierto grado de nostalgia), aparece un cadáver. Nos enteramos de que se trata del padre de Mattie Ross porque la escuchamos narrar la historia con el típico acento sureño, lento, pausado, que caracteriza a cada uno de los personajes Coen.
Lo que sigue es una película atractiva, que se detiene 20 minutos en presentar a los tres protagonistas. El héroe es Rooster Cogburn, un caza recompensas borracho, con moral propia, interpretado por un Jeff Bridges que todavía no se pudo sacar de encima al Dude Lebowsky, ni al cantante de Loco Corazón y compone este héroe cansado con un encanto como solo él le puede aportar, sin un solo rasgo que recuerde al Duke, lo cual demuestra que tanto el intérprete como los Coen se quieren alejar del mítico film de 1969 y de la leyenda de Wayne. Pero la verdadera heroína es Mattie Ross, una joven impulsiva y valiente de 14 años, que resulta un milagro interpretativo en la piel de la ascendente Hailee Steinfeld. La madurez y solidez con la que Steinfeld se mueve y expresa con total naturalidad delante de la cámara hacen dudar que tenga, en verdad, 14 años y no se trate de una actriz veterana en cuerpo de niña. Hailee provoca que nos olvidemos completamente de Kim Darby, quien hiciera el mismo personaje con 22 años. Su porte se acerca más al de Katherine Hepburn en El Alguacil del Diablo (la secuela de Temple) que a la del original. Por último, tenemos al Texas Ranger, LaBeuf, quién podría ser el galancito, pero con Matt Damon se transforma en un desagradable personaje que acompaña a la pareja protagónica. El resto de los personajes son tonto, feos, sucios, malos. Uno termina sintiendo compasión por la brutalidad y falta de inteligencia de los villanos. En la original eso no sucedía. Los villanos eran criminales de temer. Estos son patéticos pero creíbles, al punto que resultan más caricaturescos los héroes que los malos. Esta es otra marca Coen.
Pero lo que agranda la película es la intención que tuvieron los autores con cada escena. No hay una sola que no esté en la película original pero, en cambio, los realizadores le aportan un misterio y misticismo que la acercan a un cine más de autor, con encuadres que no dejan de homenajear continuamente a John Ford (Tarantino empachado), así como escenas de una violencia cruda, brutal, que bien podrían integrar un film de Peckinpah, o planos surreales, oníricos incluso, que bordean lo grotesco y tienen un gran carga lírica. Tampoco falta el humor negro, pero esta vez más contenido, con suficiente equilibrio para que el film no se vuelva solemne.
Y la película es también aventura, tiros, un romance platónico sugerido entre Rooster y Mattier. Entretenimiento puro. Los Coen han creado la obra más accesible y, a la vez, más profunda y memorable de toda su filmografía.
Entre crepúsculos, los personajes cabalgan con un poderoso aura, y Roger Deakins, a cargo de la fotografía, se encarga de darle una belleza inagotable al film, enfatizado por una emocionante y recargada banda sonora de Carter Burdwell en la que se escuchan ecos de Max Steiner o un Ennio Morricone, así como baladas típicas de fines del siglo XIX.
La única diferencia con la original es que esta Temple tiene un necesario epílogo típico de John Ford que rinde tributo a los héroes de pistola. Algunos recordarán el emotivo final de Un Tiro en la Noche (también conocida como El Hombre que le Disparó a Liberty Balance, 1962). Los Coen nos devuelven esa magia antológica, de acaso la última y mejor obra que dejó Ford para la posteridad.
Con más corazón que odio esta vez, los Coen nos regalan una obra clásica, maestra. Una clase de dirección, de autoría.
Yo siempre admití que solo me emociono cuando veo un buen western de Ford, Hawks o Leone. Afirmé que el western fue el mayor tesoro que dio el cine estadounidense al mundo.
Los Coen me hicieron emocionar una vez más y confirmaron nuevamente no solo otra muestra de su capacidad y talento, sino que el legado del western es inagotable… vive. Solo hace falta que alguno tome las riendas y cabalgue hacia la luz del cinematógrafo.