Más corazón que odio
La Temple de acero original, de 1969, fue y será recordada por ser la película que le dio el único Oscar de su carrera a John Wayne, donde interpretaba al tuerto y borracho alguacil Rooster “El gallo” Cogburn. En esa película a Wayne se lo ve viejo y gordo, y esa imagen servía para representar el estado en que se encontraba el western de aquella época. Se estaba acabando la era dorada del género que tuvo su esplendor en las décadas del 40 y 50, y se daba paso a un enfoque revisionista que más adelante encontraría su pico máximo con Los Imperdonables, la obra maestra de Clint Eastwood. Desde ese punto era entendible que los hermanos Coen, expertos en tomar géneros como el noir y la screwball comedy para revisarlos bajo su mirada irónica y desafectada, hayan querido retomar la historia que tiene su origen en una novela de Charles Portis del año 1968.
Sin embargo, transcurridos los primeros minutos de la actual Temple de acero, queda claro que la intención de los hermanos es completamente diferente. No es que falten la ironía y el humor absurdo propios de su filmografía, pero a diferencia de sus anteriores películas como Sin lugar para los débiles o De paseo por la muerte, no hay una mirada cómplice detrás de lo que se nos esta contando: estamos ante un western hecho y derecho, sin guiños ni relecturas de ningún tipo. En esta ocasión los hermanos se tomaron las cosas en serio y sus manos dentro del relato son mucho menos visible que en otras películas como Un hombre serio, donde sus huellas quedaban impresas por todos lados.
Leí en algún lado que el objetivo de los Coen con esta nueva versión era la de ser más fieles a la novela original de lo que había sido el film de Wayne. Si bien no leí el libro de Portis hay que decir que aunque el argumento recorra el mismo camino en ambas versiones (una joven de 14 años llamada Mattie sale en busca del asesino de su padre junto a un alguacil borracho y un oficial de Texas) hay algunos aspectos fundamentales con los que los Coen hacen la diferencia. El más trascendente es darle el protagonismo mayor al personaje de Mattie, que en la original era (obviamente) opacada por la inmensa figura del Rooster de Wayne. La Mattie Ross versión 2011 es quien tiene el auténtico temple de acero en la película, no sólo para adentrarse en la peligrosa aventura que es encontrar al asesino de su padre, sino también para enfrentarse cara a cara con cualquier adulto que se le cruce; como en la excelente escena en la que con su astucia y verborragia logra negociar a su favor el precio de unos caballos. Ese ingenio de Mattie contrastado con la tosquedad de Cogburn (interpretado aquí por un increíble Jeff Bridges) constituye el motor por el cual se mueve la película. Los intercambios verbales entre estos disímiles personajes (al que también se suma el caricaturesco Ranger LaBoeuf que hace Matt Damon) podrían considerarse como los momentos más característicos del cine de los Coen que tiene esta nueva Temple de acero.
Pero avanzado el relato, y bien hasta el final de la película, la relación entre Mattie y Cogburn crece desde la incredulidad y la desconfianza hasta el respeto y la admiración mutua. Ahí es cuando algo nos empieza a hacer ruido. Sí señores, aunque no lo quieran hacer muy evidente, la ironía y el distanciamiento propio de los hermanitos ha sido reemplazado por algo similar a los sentimientos y la emoción. Es que como dice una Mattie cuarentona y más sabia al final de la película, el tiempo se nos escapa a todos. Parece que los Coen están de acuerdo, aunque con ellos nunca podemos estar seguros.