Esta opera prima recientemente premiada en Venecia se adentra en la relación entre un adolescente dolorido por la muerte de su madre y su abandónico padre, con el que se reencuentra después de muchos años en la Patagonia. Una película potente y atrapante centrada en el universo de la más seca y agresiva masculinidad pero contada a través de una mirada femenina.
La opera prima de Natalia Garagiola es, aunque no lo parezca de entrada, un caso raro en el cine argentino. Y por varios motivos. Por un lado, es una cineasta que –como pocos– logra armar un relato clásico, narrativamente hablando, sin por eso dejar de lado la intención de adentrarse en los personajes de una manera, si se quiere, más cercana a la del cine de autor. No es fácil lo que ha logrado la realizadora en su debut ya que las fuerzas motoras de la historia son tan, en un punto, previsibles (el difícil reencuentro entre un hijo y su abandónico padre) que hay que aportar otros recursos para que la historia, la película, conserve su personalidad. Y Garagiola lo hace. TEMPORADA DE CAZA recorre dramáticamente los caminos que tiene que recorrer pero en cada paso se nota la mano firme de alguien que no deja que el mapa se lleve puesto el territorio.
Y el territorio son los personajes y el mundo físico y emocional que habitan. Un universo tan en principio masculino –la relación entre un hombre y un joven torvos, duros, secos, poco comunicativos y rodeados de armas– que llama la atención darse cuenta que la que lleva las riendas del filme es una mujer. Y esa rareza, otra de este extraordinario filme que acaba de ganar el Premio del Público en la Semana de la Crítica del Festival de Venecia, tal vez sea la que hace posible la anterior. Acaso sea esa mirada femenina la que permite que la película se salga de la norma aún cuando sus líneas generales se mantienen. A través de esa mirada, quizás, es que se encuentran detalles en los que un realizador (varón) tal vez no se detendría y se llegan a conclusiones igualmente diferentes.
La primera escena da varias pistas. Mientras Nahuel (el debutante Lautaro Bettoni, toda una revelación), un adolescente porteño que acaba de sufrir la muerte de su madre, se agarra a las piñas con un compañero del equipo de rugby de la escuela, la movediza cámara llega al lugar desde donde las chicas juegan al hockey, casi una declaración del punto de vista del filme. Esa cámara, que a lo largo de toda la película se mantendrá movediza y cercana a los personajes (y que tiene, otra vez, por detrás la mano maestra de Fernando Lockett), también será la portadora de esos precisos detalles que hacen al filme distinto a otros de similar temática.
Pronto veremos que Nahuel mantiene ese rictus duro y agresivo en todos lados. En su casa, con Bautista, su padrastro (Boy Olmi), también manifestará fastidio y actitud desafiante. Es su manera de lidiar con una muerte de la que parece no poder hablar. Solo cuando mira un video en su teléfono parece quebrarse y allí reconocemos su dolor ahogado. Tras ser echado (o suspendido, no queda claro) del colegio, el más “sensible” Bautista lo enviará a pasar unos días cerca de San Martín de los Andes con quien es su padre biológico, Ernesto (Germán Palacios), a quien no ve hace muchos años y con el que parece guardar un profundo rencor.
La bienvenida no es nada promisoria. Ernesto es similar a él en más de un sentido: seco, callado, hosco. Es guía de caza en esa zona y tiene la parquedad y dureza de un hombre acostumbrado a vivir en medio de la naturaleza. Lo deja esperando horas en el aeropuerto y al llevarlo a su casa descubrimos que está casado con una joven mujer de origen alemán y que con ella tienen lo que parecen ser cinco niños pequeños. Ese costado familiar de su padre biológico (a quien uno imagina de entrada casi un ermitaño por sus características) no hace más que tornar más agesivo a Nahuel, comenzando allí una curiosa relación entre ambos en la que, a su manera, un padre ausente trata de calmar a su desconocido hijo y reconectar con él, con resultados en principio dudosos.
Nahuel se mantendrá violento y agresivo con todos. Ernesto lo querrá inscribir en una escuela y él se burlará del director y se enfrentará con los chicos locales dando la impresión de ser más un porteño pedante y engreído que un chico, finalmente, dolorido, asustado y sin recursos para lidiar con un trauma. Aparecerán las armas (Ernesto querrá enseñarle a usarlas), la dureza del invierno, las complicaciones laborales del padre y la incipiente relación que Nahuel empezará a tener con los chicos y chicas locales, con quienes comienza de a poco a encontrar un lugar. Y la relación padre-hijo parecerá empezar a mejorar mediante la única forma en la que puede hacerlo: a través de la acción. Esto es: a las piñas, con las armas o mediante el duro trabajo cotidiano. Nada de hablar de los sentimientos…
TEMPORADA DE CAZA incluye algunos elementos narrativos para ir disparando (literalmente) situaciones de tensión pero en el fondo es un filme centrado en esa relación. Su originalidad está, además de en su puesta en escena concisa y urgente (un “realismo patagónico” que ya tiene varios ejemplares en el cine local), en la manera en la que el guión de Garagiola escapa a los convencionalismos y a los patrones básicos del reencuentro padre-hijo. Es cierto, es un mundo masculino en el que los personajes parecen conectarse y arreglar sus problemas con trabajo, armas, golpes y confesiones alcoholizadas, pero acaso no todo se resuelva tan fácilmente. Hay heridas demasiado profundas para ser curadas del todo mediante la acción.
Palacios está notable con su personaje de pocas palabras, gesto adusto y mirada penetrante, lo mismo que Olmi en su rol de padrastro sensible, casi opuesto a Ernesto (la de ellos es una batalla de ojos azules). Y también Rita Pauls, que interpreta a una de las chicas que Nahuel conoce allí, lo mismo que toda “la banda” de chicos del lugar. Pero el que se adueña de TEMPORADA DE CAZA es Bettoni, que luce como una cruza entre Juan Martín del Potro y Javier Bardem, y cuya intensidad y nervio dan a la película un aire de permanente tensión y angustia ya que nunca se sabe qué es capaz de hacer. Y menos con armas cerca.
En su opera prima Garagiola prueba que se puede contar una historia clásica y aportarle elementos novedosos, de esos que rompen con nuestras expectativas y nos permiten ver que, aún dentro de los caminos probados, se pueden encontrar espacios para escaparle al cliché. Esos detalles, y esa original manera de retratar con fidelidad y casi con admiración esa dura masculinidad de “hombres de pocas palabras” y sutilmente criticarla desde su propia lógica, convierten a TEMPORADA DE CAZA en una verdadera revelación del cine nacional.