Es apasionante intentar descifrar lo que entendemos por maldad. A mi juicio la maldad pura no existe, sino que lo que tenemos es un grupo de individuos formados con un criterio moral radicalmente diferente (y carentes de cualquier tipo de remordimiento por sus actos), categoría en la cual entran los sicópatas, asesinos seriales y genocidas. Uno imagina a un malvado como un individuo sádico que disfruta de la perversión de sus actos, pero ello implicaría un estado de conciencia que el chiflado carece - el único caso parecido sería el del individuo bueno impulsado por un acto de venganza contra un criminal, pero allí no sólo estamos hablando de una persona desequilibrada impulsada a ejecutar actos de violencia que van contra su naturaleza sino que después, en frío, la memoria de sus actos terminará por atormentarle durante el resto de su vida -. Es por eso que tenemos de un lado de la barra a tipos como Hannibal Lecter y, del otro, a un desenfrenado al estilo de Jon Voight en Deliverance (un tipo normal que se ha visto descender a un estado de salvajismo con tal de reparar la vejación que ha sufrido). El sociópata carece de crisis de conciencia simplemente porque considera a los demás como cosas: al poseer su propia escala de valores es incapaz de sentir el dolor ajeno. Tanto los asesinos seriales como Adolf Hitler y Josef Stalin han sido capaces de dormir plácidamente por las noches aún después de masacrar 5 o 100.000 personas, en donde la cantidad de víctimas no significa nada frente a su indiferencia al dolor. En algunos casos se trata de una causa - mística, mesiánica - que lo lleva a la matanza; en otra, es un dolor interno, un deseo de experimentación o una necesidad cuasi orgásmica que debe satisfacerse mediante un baño de sangre; pero esos individuos poseen un comportamiento casi alienígena, lo cual los quita de la escala con la cual nos medimos todos los seres humanos.
Mientras que en algunos la locura es el fruto natural de un entorno torturante, desviado y traumatizante, en el caso de Tenemos que Hablar de Kevin es genética. En muchos sentidos el filme se asemeja a esas películas paranoides de la década del setenta sobre el advenimiento de anticristos y otros niños demoniacos del estilo de La Profecía o El Bebe de Rosemary: desde el día de su nacimiento el chico no ha sido normal y, con el paso del tiempo, se ha vuelto mas alienígena, peligroso e intimidante. Ciertamente Tenemos que Hablar de Kevin es mucho mas realista que los filmes antemencionados - pretende ser un estudio dramático sobre el origen de los asesinos seriales adolescentes, esos que cada tanto surgen en Estados Unidos y provocan masacres en sus colegios secundarios -, y es un filme que rebosa amargura e impotencia. Las grandes bazas de la película son las actuaciones - Tilda Swinton como la torturada madre; Ezra Miller & Jasper Newell como el estremecedor niño sicopata (en sus diferentes edades), el cual reacciona ante todo con un odio y violencia inusitados - y el clima. No es una película de horror standard, sino que es mas un drama con feeling de cine arte. La gente habla poco, hay escenas largas y atmosféricas, y la cosa pasa por la transmisión de emociones.
Es un filme tan genial como terrible. Durante 90 minutos uno se empapa de frustración al ver cómo este chico se transforma en una fuerza rebelde e incontrolable. Tiene mucho que ver las perfomances - Jasper Newell (Kevin a la edad de 8 años) comanda la escena con una autoridad escalofriante -, las que transmiten una sensación de incomodidad creciente. Es que el pibe es una criatura brillante, prepotente y apática, la cual se baña de normalidad cada vez que aparece el padre - y por ello mantiene las apariencias -. Es posible verlo como un monstruo misógino, el cual desprecia profundamente a las mujeres - con su madre tiene un encono personal; con su hermanita el odio llega hasta el punto de cercenarle un ojo y matar a su mascota - y sólo se entiende en un mundo de varones. Después de todo, los acontecimientos se disparan cuando sus padres llegan a tal estado de crisis que la única resolución posible es el divorcio. ¿Qué haría Kevin si estuviera todo el tiempo al cuidado de su madre?.
Toda la historia está narrada en flashbacks, los cuales no siempre son prolijos. Vemos el presente de Tilda Swinton - odiada por el pueblo, golpeada, insultada, vandalizada, debatiéndose entre los sicofármacos y el alcohol - y vemos ráfagas del pasado, de la masacre del colegio, de como Kevin se fue volviendo cada vez mas tiránico y falso, y de la creciente impotencia de su madre - la cual no escatimó carácter o violencia para intentar domar a la criatura -. Es posible que el personaje del padre sea demasiado naif: los excesos de Kevin, en unos cuantos casos, resultan imposibles de camuflar; el atentado contra su hija es una canallada, pero él se refugia en la teoría del accidente (y quizás porque considera a Kevin su hijo favorito ya que la llegada de la nena no fue deseada); y es obvio que en la escuela hay cortocircuitos pero esas cosas parecen aflorar recién sobre la hora final de la crisis matrimonial. Da la impresión que es un descreído de cualquier versión que pueda ofrecerle Tilda Swinton, dejando a la mujer en completa soledad y sin apoyo posible para buscar atención siquiátrica temprana para el pequeño. Suena terrible que ella sea la única que conoce toda la verdad, y no pueda hacer nada para cambiar el acontecimiento de las cosas.
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Lo que es particularmente inquietante es la lectura final de la historia; pasada la tragedia, la madre decide permanecer al lado de su retoño sicópata en un último intento de conseguir su retorcido cariño. Si yo fuera Tilda Swinton me hubiera suicidado hace rato o, bien, me hubiera conseguido un arma y hubiera pulverizado a tiros a mi desgraciado hijo. Pero el personaje de Swinton vive en piloto automático y hay varios indicios - como preparar una habitación para Kevin similar a la que tenían en la casa en donde ocurrió la masacre - de que a la mujer le faltan varios caramelos en el frasco. Quizás crea, en su desquicio, que ésta es la oportunidad que el destino le había reservado para encontrarse con su hijo y encaminarlo - o redimirlo - o, bien, el instinto de supervivencia de una familia (o lo que queda de ella) prima sobre todo el horror y la locura padecida.
Tenemos que Hablar de Kevin no es un filme para cualquiera; rebosa de inteligencia, es intenso y estremecedor, pero es amargo y frustrante. Es mas un estudio de personalidades que una cinta de horror, pero deja una huella profunda, la cual permanece con uno aún muchos dias después de haberla visto.