Eva (Tilda Swinton) vive en una casa derruida por el abandono y por la tristeza de un presente oscuro que arrastra, a su vez, un pasado de profundo dolor y una tragedia por la cual es la única responsable aparente. Pero, sobre todo, la existencia de Eva se encuentra partida en dos desde el nacimiento de su hijo, Kevin, alguien al que no pudo amar, un ser que pareció haber llegado a su vida para carcomerla.
La extraordinaria interpretación de Tilda Swinton (Orlando, La Playa, Crónicas de Narnia) es una parte importante de la contundencia con la que este film pega sin anestesia al espectador desprevenido.
Con un montaje que rompe el paradigma de lo que se supone debe hacerse para llevar adelante el relato de un drama clásico, la realizadora Lynne Ramsay trabaja la imagen de manera puntillosa pero sin apelar a esteticismos empalagosos ni atajos de pseudo arte (como los que pudimos ver en la reciente Drive). El resultado estético es formidable por la forma en que es funcional a lo que se está contando, por el modo en que cada poro de dolor de los personajes en juego se trasladan a la pantalla y al ojo testigo como un grito de urgencia.
A través de diversos flashbacks que ilustran sobre ese pasado en el que se forjó el abominable presente de Eva, Kevin (que adquiere un tamaño descomunal en la actuación del pequeño Jasper Newell) es vehículo de las frustraciones, caminos mal transitados, miedos y angustias de su madre, quien a su vez no se ve entendida por su marido (el gran John C. Reilly), quien a su vez demuestra hacia su hijo una devoción que profundiza más las cicatrices.
Tenemos que hablar de Kevin es mucho más que un drama hecho en Hollywood (esos plagados de golpes bajos y sobreactuado sentimentalismo), es una gran película sublimada por un elenco de nivel, a su vez dirigidos por el pulso firme de una realizadora honesta.