Paradojas de parir al niño maldito
Si hay un cochecito, de esos que son grandes, con techito, es porque -claro- hay un bebé dentro. Pero también porque, si se trata de una película, la referencia es El bebé de Rosemary. Entonces: Tenemos que hablar de Kevin como secuela -que no es- del film de Polanski. Con Tilda Swinton como Mia Farrow: flaca, taciturna, ojerosa, pálida. En verdad, el vínculo cinéfilo dice y no dice. Por qué el niño, el adolescente, el hijo "querido", hace lo que hace no puede saberse. Sino sólo que lo hace.
Como un rompecabezas destrozado, el film de Lynne Ramsay (El viaje de Morvern) dispersa sobre rojo sus piezas: pintura, salsa de tomate, celebración, Malbec, sangre, primer embarazo. Con una gillette, Eva rasca el rojo sucio del vidrio, castigo que sobrelleva sobre sí, sobre su casa, sobre su automóvil. Sola, cree todavía en algo que averiguar. Que le permita entender, o volver a creer; en este sentido, el momento del baile de Navidad, cuando el amigo de oficina se acerca a su oído a decirle lo que dice, quizás sea lo más espantoso de todo lo sucedido o por suceder.
De manera tal que Kevin -el bebé, el niño, el adolescente, el primer hijo, el hermano mayor- deba ser ese interrogante que concita tanto, que dice nada, que odia todo. Carita de desdén que encuentra filiación con la niña de La mala semilla (1956), de Mervin LeRoy. Hay algo, en este sentido, que persiste sobre cine y suelo norteamericanos. "Amo Nueva York" dice Eva, "pareces una calcomanía" replica su marido (John C. Reilly). Ironía que luego es estampa, allí cuando Kevin salude a un público invisible, dentro del estadio de básquet del colegio, con la bandera estadounidense como rótulo sobre la pared, minutos antes de iniciar el gran show, su acto final.
Colegio que también es nido siniestro, depositario que un mundo adulto prevé para sus adolescentes. Ambito para una violencia adquirida, tal vez, de manera genética. (Hay un diálogo entre madre e hijo de feliz coincidencia al respecto, con los gordos como víctimas). Con tantos ejemplos como noticias de diario se saben, con el recuerdo de Columbine como vector, a su vez, del film de Michael Moore: Una nación bajo las armas (2002), Tenemos que hablar de Kevin se suma a esta lista de títulos dedicados a indagar en el "ser americano". Así como Gus Van Sant también lo hiciera desde su notable Elephant (2003).
Con una narrativa dada desde la atracción y repulsión. Las imágenes dicen de maneras imprevistas. Con falsos raccords. Entre tiempos diversos. Tejiendo la historia desde su desenlace y su inicio, como un juego -se apuntaba- de piezas rotas y yuxtapuestas, con el rojo como vínculo adherente, con el sonido como disparador de asociaciones varias. La palabra (roja) "exit" (salida) aparece en varias escenas para dar paso a no más que a otra puerta de laberinto.
Y un desenlace que puede entenderse como el relevo emocional y materno respecto del que Polanski ya provocara con aquel -otro- hijo demoníaco.