No los une el amor, sino el espanto
La directora de El viaje de Morvern hizo una película deliberadamente áspera, incómoda, perturbadora, porque no trata sobre el amor entre madre e hijo sino, por el contrario, sobre su odio. Tilda Swinton aporta su máscara, tan gélida como expresiva.
Casi diez años después de su película inmediatamente anterior, la estimable El viaje de Morvern (2002), y después de varios proyectos frustrados, la directora escocesa Lynne Ramsay reapareció el año pasado en competencia oficial en el Festival de Cannes con Tenemos que hablar de Kevin, un film que le ganó tantos adeptos como detractores. Se entiende: Ramsay hizo una película deliberadamente áspera, incómoda, perturbadora. Y no sólo porque no trata –como suele ser habitual– sobre el amor entre madre e hijo sino, por el contrario, sobre su odio. También porque el punto de vista es el de una mujer que, por adaptarse a los dictados familiares y patriarcales, termina sintiéndose culpable de haber engendrado a un monstruo.
El film de Ramsay está estructurado como un puzzle, que la directora irá construyendo pieza a pieza junto al espectador, colocando simultáneamente algunas de los bordes al mismo tiempo que algunas del centro, hasta que el relato poco a poco va cobrando forma y contenido. Las primeras imágenes de la película, aparentemente desconectadas y contradictorias entre sí, son significativas: una ventana abierta, que invita a inmiscuirse en una escena primal, en un acontecimiento nocturno y traumático; y una fiesta dionisíaca, una ceremonia pagana bajo el efecto de la luz ardiente del sol y la fuerza de la naturaleza, en la que una mujer parece entrar en éxtasis.
Esa mujer es Eva (Tilda Swinton), la madre de Kevin, y entre estas dos imágenes se concentra su tragedia: la que va de una vida libre y feliz, la de una viajera impenitente, a la que descubre las ruinas que han quedado de su existencia después de su reclusión familiar y de la irrupción de su hijo. Entre una y otra, el film de Ramsay se va sumergiendo paulatinamente en una serie de círculos infernales, cada vez más angustiantes. Y lo hace un poco a la manera de Eisenstein, como si hubiera decidido aggiornar su vieja Teoría del Montaje de Atracciones y ponerla nuevamente en práctica para dar cuenta de la fractura emocional de una mujer. A una imagen-shock la directora sucesivamente le opone otra, tan shockeante desde lo visual como la primera. El acoplamiento y la acumulación de hechos dispuestos estratégicamente en una cadena de asociaciones determina que la función de un plano existirá sólo cuando éste sea montado con el siguiente, hasta ir construyendo un sentido.
Un sueño de tonalidades predominantemente rojas dará lugar a una realidad no por prosaica menos escarlata. Y cuando Eva intente limpiar los bombazos de pintura roja con el que sus vecinos han atacado su casa, lo hará como si expiara sus culpas, como si quisiera limpiar la sangre que ha derramado a baldes su propio hijo. Un hijo que de bebé es inquietantemente molesto (no deja de llorar hasta que deja los brazos de su madre), de niño odioso, de preadolescente dañino y, en las puertas de la adultez, directamente siniestro.
Si hay algo irritante en el film de Ramsay, más allá de su tema –de esa aversión madre-hijo, de la existencia de un niño maligno–, es su representación. Hay un formalismo a ultranza en Tenemos que hablar de Kevin, un esteticismo que convierte la película toda en una suerte de laboratorio cinematográfico. Esa experimentación, en todo caso, no sería posible sin la presencia de Tilda Swinton, que una vez más aporta su máscara, tan gélida como expresiva. Es ella quien carga con el peso mayor de una película que finalmente nunca llega a hablar de aquello que desde su título dice ser su centro: Kevin.