Mal nacido
Lejos de la idílica relación maternal y de las películas sobre sociópatas adolescentes como Elefante por citar el caso más emblemático, Tenemos que hablar de Kevin coquetea con el cine de David Lynch o el de David Cronenberg por instalarse en la fragilidad de la psiquis humana desde el punto de vista de la manipulación psicológica.
La directora escocesa Lynne Ramsay fragmenta un relato pesadillesco y oscilante entre pasado y presente de Eva (brillante actuación de Tilda Swinton), quien debe sobrellevar una vida signada por la tragedia y a la que por resonancia se le suma el desprecio de toda una comunidad por ser la madre de un menor sociópata, responsable de la muerte de varios de sus compañeros de clase, entre otras cosas.
En un continuo sincopado que durante la primera mitad del film yuxtapone imágenes del pasado, alucinaciones y retazos del presente, la trama se va armando de viñetas que marcan el proceso de transformación de la protagonista: una escritora que queda embarazada de un niño sin desearlo, con el que desde el primer minuto de vida no puede conectarse maternalmente hablando. No son los llantos insoportables del bebé ni tampoco las llamadas de atención durante su temprana infancia con indicios de problemas de adaptación y aprendizaje, sino su macabra inteligencia que lo vuelve dominador de sus padres en muy poco tiempo.
Sobre todo de un papá (John C. Reilly) muy corto de reflejos, complaciente, que ha perdido todo tipo de autoridad ante el bastardo, que interpreta un papel de hijo dulce y bueno (Ezra Miller en su etapa adolescente y Jasper Newell en el periodo infantil) cada vez que pretende conseguir algo a cambio.
Sin embargo, la llegada de una segunda hija, Celia (Ashley Gerasimovich) a la familia que viene a representar el contraste ideal y la inocencia ante el potencial asesino, desatará la furia de Kevin y provocará un quiebre en el relato con la necesaria distancia de su directora para no contaminar la historia.
Sin establecer juicios de valor o máximas moralizantes y aliviadoras para un espectador que rápidamente experimentará una identificación primaria con la madre y el rechazo manifiesto hacia el hijo, la realizadora construye con paciencia el retrato meticuloso de un engendro social y amoral que es producto de la sociedad en la que vive y consecuencia directa de la decadencia de la familia como bastión intocable y de la cultura como su faz más cruda y perversa.
El valor de esta obra más allá de sus elementos estéticos y una puesta en escena impecable es precisamente su falta de optimismo y esperanza en las instituciones más importantes de la estructura social, así como el despojo absoluto de sentimentalismo o redenciones de último momento para dejar tan inquieta e incómoda a una platea que se preguntará igual que la protagonista ¿por qué? Cuando la respuesta más sencilla es ¿por qué no?