Mamita querida…
Una de las grandes preguntas que atormentan a la humanidad es ¿de donde proviene la maldad?
¿De donde provienen los psicópatas, los psicóticos? ¿Es posible ser simplemente un asesino por naturaleza?
¿Acaso todos los criminales son víctimas de una mala educación, provienen de la marginalidad, han tenido abusos sexuales, maltratos físicos?
¿Por qué un chico que se cría que en un ambiente cálido no puede convertirse en un ser diabólico?
¿Cuál es la responsabilidad de los padres?
Basada en la exitosa novela de Lionel Shriver, Lynne Ramsay regresa al cine con una obra intensa, cínica, morbosa, maliciosa, pero a la vez extremadamente atractiva, tensionante, crítica y visualmente meticulosa.
Ya en El Viaje de Morvern, la obra que la trajo a estas tierras, Ramsay había demostrado un gran talento para no seguir las convenciones. Para crear un personaje, alrededor del mismo un mundo, pero a la vez no salir de su cabeza. Desestructurar la narración, ir armando un rompecabezas para generar un efecto final más impactante, y además darle un tono visual marcado, provocando un doble sentido de objetos, que posiblemente, fuera de contexto no tendrían sentido.
Pero acá, el contexto es todo. El contexto es Kevin, como él mismo dice.
La forma en que la realizador construye el personaje de Eva, desde la empatía hasta la vergüenza y la culpa, y se va relacionando con este niño, posteriormente adolescente, que desde un principio adquiere unos tonos maléficos, es realmente admirable. Todo juega a favor de demostrar que Kevin es peor que el mismísimo Demian, pero solo mamá sospecha que algo no está bien. Claro, es un niño. Todos son traviesos, tienen algo de malicia. Sin embargo, a medida que la tensión se intensifica, la destrucción psicológica de Eva se agranda, y al final, a pesar de que nunca nos da pistas de lo que fue el suceso, por el que Kevin está preso y Eva en constante éxodo, los hechos no provocan sorpresa.
Tenemos que Hablar de Kevin, se puede ver como un alegato social, y el tono entre morboso y seudo humorístico que elige Ramsay fue fuertemente criticado, especialmente porque los hechos que narran no se alejan demasiado de ciertos actos reales. Pero justamente esto es lo que la aleja de obras más convencionales que se limitan a contar los hechos y punto. Solamente Gus Van Sant en Elefante, se había animado a meterse en la cabeza de un adolescente traumado, pero acá, la directora se pone (o nos pone) en el rol de la madre inocente e ingenua, pero no tanto como el padre de Kevin, completamente ausente de la crianza, alejado.
Ramsay elige que contar, que no, que elementos narrativos dejar sutilmente aclarados porque no necesitan enfatizarse. Los silencios, miradas, planos fijos o una construcción eisenstiana del montaje es fundamental para la creación de climas, y para que el espectador rellene aquello que no se dice.
Es que básicamente, lo que no se dice es necesario que la sociedad lo divulgue. Ramsay mantiene el suspenso y el misterio. ¿Por qué no vemos a Kevin fuera de su casa, de su contexto hogareño? ¿Por qué no la vemos a Eva trabajando, pero asumimos que lo hace? ¿Por qué no vemos a Franklyn, el padre sacando fotos? ¿Dónde están los abuelos?
Ramsay elige no ampliar el espectro de personajes, lo que lo hace teatral, pero a la vez más intimo y personal.
Visualmente, elige contrastes, colores llamativos, una morbosa fascinación por lo rojo, que no es casual ni arbitrario, que adquiere un especial sentido de repulsión. Los cereales machacados, la mermelada rebalsando el pan. Todo adquiere otro significado si proviene de Kevin. Y la mirada de Eva…
Tilda Swinton se aleja de sus propios clisés y estereotipos para crear un personaje querible, verosímil hasta llegar al punto de odiarlo. Son tantos los matices de sus expresiones, la evolución de una sonrisa hasta la mueca de disgusto, odio o la sospecha, que es imposible no sentir atracción hacia ella. Ramsay, explota a Swinton, pero la manipula, la forcea a quedarse en un molde social “aceptable”. Logra que no desborde dramáticamente. Es simplemente sublime el nivel de sutileza para aceptar una realidad, ante la preocupación de ser una víctima de las circunstancias, o quizás la principal victimaria de los actos de Kevin.
También debo adular dos trabajos inolvidables. En primer lugar, Jasper Newell, el pequeño demonio súper talentoso e ingenioso. No recuerdo haber sentido tanto odio por un infante hace mucho tiempo. Ni siquiera Polanski ha creado criaturas tan horribles como este chico. Newell es un descubrimiento increíble. Por otro lado, la versión adolescente de Kevin, Ezra Miller es otro verdadero placer, aunque más previsible que el anterior. Esa sonrisa cínica, maléfica, anticipatoria, y al final, el arrepentimiento, la duda. Miller también es capaz de manejar varios estados anímicos con la misma careta. Esto provoca un duelo actores constante, de miradas y gestos mínimos.
En el medio vemos a John C. Reilly, nuevamente en el rol del esposo/padre ingenuo abstraído de la realidad que se vive en su casa, con esa sonrisa de oso Teddy pintada en la boca. Sin embargo, su ausencia y estado es fundamental para entender las consecuencias de los actos de Kevin. Si bien el personaje se parece al que interpretó en Un Dios Salvaje (estrenada hace un par de semanas) o especialmente al esposo de Roxie en Chicago, Reilly logra convencernos de su benevolencia, lo cuál permite que se lo odie al mismo tiempo.
Ramsay da una mirada siniestra acerca del prototipo de familia “normal” estadounidense con sus prejuicios y la necesidad de mantener una imagen. Hay que resaltar el atino de una banda sonora oportuna, fantástica, que por un lado contrasta, pero por otro lado incrementa el humor negro que rebalsa el film.
Sarcástica, trágica y reflexiva, Tenemos que Hablar de Kevin es un film que no deja indiferente; que provoca, genera el diálogo, acerca de la responsabilidad de los padres en los actos de cada hijo es las diversas facetas de su vida. El oscuro retrato psicológico de lo que sucede en la cabeza del vecino.