El mal como posibilidad
A Caro, mi novia, porque hay veces que las películas se ven, se sienten, se hablan y se escriben acompañado.
Hay films que abordan el género del terror lateralmente, desestabilizando al espectador desde lo cotidiano, haciendo que lo que parece rutinario, común, adquiera dimensiones terroríficas. Podemos pensar en, por ejemplo, Elefante y La mujer sin cabeza, con sus miradas sobre las instituciones, los ritos, el poder, la vida y la muerte, que introducían un clima turbio a lo que parecía claro y transparente, detectando el mal, incubándose, donde sólo parecía reinar la quietud y la tranquilidad.
Desde el principio, Tenemos que hablar de Kevin se inscribe en esta tradición, dándole al común agitar de unas cortinas un contenido horroroso, o mostrando un momento de felicidad de Eva, la madre encarnada por una magnífica Tilda Swinton durante uno de sus viajes. Esa misma madre que nunca consigue aceptar su rol y que, principalmente, nunca alcanza a amar verdaderamente a su hijo. Ese mismo hijo que luego toma su arco y flecha, usando a sus compañeros de colegio como blancos de práctica.
El terror que va delineando el film de Lynne Ramsay (quien ya había probado que podía desequilibrar a través de su puesta en escena con El viaje de Morvern), en una historia que va y viene entre el antes, el durante y el después de la tragedia, es tan fragmentario como calculado y preciso. Vamos viendo como, poco a poco, el Kevin del título se va convirtiendo en un monstruo, rivalizando permanentemente con su madre, quien nunca puede comprender a lo que se enfrenta, y con la ayuda involuntaria de un padre negador. Esa monstruosidad se va hilvanando poco a poco, sin prisa pero también sin pausa, a través de pequeños pero terribles momentos: el hijo que no quiere jugar con la pelota; o que rompe cosas; o que estropea las paredes de un cuarto; o se hace caca a propósito; o lastima a su hermana; o colecciona virus de computadora. Actos comunes, casi naturales en cualquier niño, pero que aquí son vistos desde otra perspectiva, en la que una simple acción destructiva preanuncia otra, y otra, y otra más, como un camino trazado de antemano hacia un inevitable final.
Tenemos que hablar de Kevin no es precisamente sutil, a pesar de lo ajustado de su puesta en escena. El rojo invade la imagen todo el tiempo, a través de una mermelada en el pan, la pintura roja en una casa, las manchas rojas en una pintura, las luces y, finalmente, la sangre. La abundancia de primeros planos y planos detalles es inmensa, acrecentando la claustrofobia. Los efectos de la violencia son expuestos sin vueltas. Se pasa de secuencias casi oníricas, unidas a la felicidad, a pesadillescas. La música infunde temor o actúa de forma irónica zambullendo rápidamente al espectador en la sensación buscada. Los personajes son transparentes en sus comportamientos y diálogos: agreden, ignoran, manipulan, callan para eludir el enfrentamiento. Es esa misma brutalidad la que le permite al film imponerse como experiencia.
No deja de ser llamativo cómo Tenemos que hablar de Kevin se va constituyendo en una película sobre la culpa y los niveles de responsabilidad, partiendo de la base que los padres nunca se sientan, precisamente, a hablar del hijo. La historia está vista en su totalidad desde el punto de vista de Eva, quien, impotente, intuye lo desajustada que es la realidad de su familia (y en especial del vínculo materno-filial que establece), pero a la vez nunca puede escapar de ese escenario. Todo relato necesita de un protagonista con quien identificarse, aunque en este caso cuesta sentir empatía por Eva, no sólo por su falta de amor por Kevin, sino incluso por su resentimiento hacia él. Aún así, esa identificación termina surgiendo porque Eva, a pesar de por momentos incurrir en frases o conductas casi imperdonables (como cuando le dice al hijo que si él no hubiera nacido ella estaría de viaje en París), tiene, antes que nada, una patética dignidad, proveniente de su inquebrantable e infructuoso deseo de ser una buena madre. Eva es, ante todo, una mujer, una persona común, simple a pesar de su intelectualidad, que puede fallar como cualquiera. Su fracaso es tan estrepitoso como humano.
Ramsay afirmó en diversas entrevistas que su obra no pretende ser un fiel reflejo de la realidad, remarcando el carácter de ficción y planteándola como una hipótesis. Y es cierto, Tenemos que hablar de Kevin está enmarcado como un escenario cuasi irreal, como un enunciado que debe ser todavía probado. Pero a la vez, el ser una hipótesis le da calidad de posibilidad, de chance de poder ser. Esa probabilidad latente que es la película termina golpeando como un martillazo.