ENEMIGO ÍNTIMO
En su tercer largometraje –y el primero en diez años- la directora Lynne Ramsay construye un minucioso y angustiante relato sobre una madre y su vínculo con su perturbador hijo.
Cuando Eva Khatchadourian mira el mundo, lo ve todo teñido de rojo. Cuando sus agudos ojos negros -por momentos el único rasgo vivo en su rostro impasible- escrutan la realidad, sólo perciben espectros, fantasmas y miradas acusadoras. Cuando repasa su vida, sus aciertos y errores, el amor y el espanto, no le queda más que un inmenso signo de interrogación.
Eva era feliz con su libertad, sus viajes, su vida bohemia. Tenía un gran amor, pero no estaba en sus planes establecerse ni formar una familia, al menos no en el momento en que concibió a su hijo. No lo quiso mientras lo tuvo en su vientre, ni en el minuto en que salió de él. Y resultó ser que, como una cruel bofetada del destino, Kevin tampoco la quiso nunca. Poco importaron los esfuerzos genuinos de la madre por crear un vínculo con su hijo, por conquistarlo, por transmitirle su amor una vez que lo tuvo en su vida. El niño hizo todo lo que pudo para demostrarle que la rechazaba específicamente a ella y a su cariño. El llanto constante e insoportable del bebé devino en desplantes, caprichos y burlas, y más tarde en la destrucción sistemática de todo lo que la madre amaba. Con los saberes y herramientas que fue adquiriendo en cada etapa de su vida, Kevin desafió a Eva, descreyendo de ese amor maternal que sólo consideraba un hábito adquirido.
Tenemos que hablar de Kevin es un recorrido espeluznante por la mente de esta mujer que intenta desentrañar cómo y por qué su hijo resultó un ser de maldad y muerte. ¿Fue su culpa, fue aquel desamor inicial el responsable de haber creado un monstruo? ¿Fue ella demasiado débil, demasiado permisiva frente a los comportamientos crecientemente destructivos de su hijo? ¿Fue ella una víctima más, o fue un victimario solidario? La de Eva es una mirada inquisidora, que no ahorra en detalles ni omite reconstruir sus propias equivocaciones. De hecho, los pequeños castigos cotidianos que se impone, la actitud de soportar pasivamente las agresiones y el escarnio a los que es sometida a diario, hablan de la responsabilidad que siente por las ominosas acciones de su hijo. Eva es una mujer que se sabe condenada –“Iré directo al infierno, sufrimiento eterno” les responde a unos predicadores que vienen a hablarle sobre la otra vida-, quizás porque ya su existencia es un castigo abominable. El desafío de la película es transmitir el oprobio de esta mujer, sugerir y presagiar el horror dejándolo fuera de plano, y la directora Lynne Ramsay lo logra con creces. Construye la mirada atormentada, por momentos alucinada, de la madre utilizando expresivamente el color –luces de neón, latas de tomate, un peluche, un árbol en flor, un frasco de mermelada (por nombrar sólo algunos ejemplos) tiñen todas las situaciones de rojo y transforman a la sangre en un personaje omnipresente, aún sin mostrarla explícitamente- y cargando de significado a determinados objetos. En este sentido, es muy elocuente el papel de Robin Hood, el libro que marca el momento de mayor cercanía en la relación madre e hijo, y que a la vez sirve como inspiración macabra para el desenlace final. Sumado a todo esto, la realizadora encuentra en la impresionante creación de Tilda Swinton a una mujer que ha sido literalmente despojada de todo, vaciada por dentro y por fuera; y en Ezra Miller y su rostro perturbador, al psicópata perfecto.
Al cabo de este viaje por la tragedia, se hace evidente que la única fuerza que impulsa a Eva a seguir adelante con el mismo afán con el que pule las paredes de su casa e intenta quitar el tinte rojo de su vida -aún a sabiendas de que el rojo y su recuerdo volverán a cada momento, en todo lugar- es esa pregunta, la que cierra el film, la que gobernará para siempre su existencia y muy difícilmente hallará respuesta.