Poco y nada
Hay películas que se la juegan todo a partir de una premisa: Tenemos un problema Ernesto, centrada en un hombre que de un día para otro se despierta sin pene, es una de ellas. En cierto modo, puede comparársela con Virgen a los 40 años, por cómo abordan una cuestión netamente sexual, que puede servir como trampolín o como ancla. Pero si el film de Judd Apatow conseguía construir personajes con muchos matices, explorar los diversos imaginarios alrededor del sexo y utilizar el lenguaje masculino para exponer sus agujeros discursivos, el de Diego Recalde nunca consigue salir de los estereotipos.
Es evidente por parte de Recalde -no sólo desde el guión, basado en su propio libro, y la dirección, sino también desde el mismísimo protagónico- el intento de ponerse la película al hombro para tratar de pensar al protagonista (no casualmente un guionista) y sus inseguridades, expresadas literalmente en la ausencia del símbolo máximo de su masculinidad. Pero sus ensayos son infructuosos, porque la mirada no sale de lo superficial e inconexo: ahí tenemos, por caso, al personaje de Daniel Valenzuela, que sólo está para recitar guarradas y que Recalde ponga cara de incomodidad. Y ese es sólo un ejemplo, porque Tenemos un problema Ernesto está llena de personajes sin desarrollo y complejidad, que son presentados a través de una narración que parece una acumulación de sketches -ver si no el desfile de médicos y brujas a los que consulta el protagonista- y una puesta en escena en extremo televisiva, repleta de primeros planos, poco movimiento en el cuadro, una música que subraya todo lo que está sucediendo y sin la profundidad que demanda el cine.
En una escena, donde Ernesto visita a un productor, la película pareciera amagar con ser otra cosa, al menos desde lo estético. La cámara sigue a los dos personajes, mientras recorren el edificio, en un plano secuencia bastante extenso y hasta audaz en su modalidad. Sin embargo, ese plano se corta abruptamente y luego el film continúa en la misma senda que antes, recurriendo a chistes sexuales anticuados -el protagonista comiendo bananas o pepinos porque se los recetó una médica- y sin redondear una visión coherente sobre el mundo. Tenemos un problema Ernesto termina siendo un film que ni siquiera es ofensivo y cuyo impacto es nulo.