¿Qué le importa a Christopher Nolan? Después de muchas películas, queda claro que le interesan mucho más la arquitectura del guión y el ingenio que la inteligencia. Nolan ejerce el cine como un deporte de alta competición, se propone un objetivo espectacular y va a por él, en este caso narrar una historia de espionaje y ciencia ficción donde el tiempo va -en ocasiones a la vez- hacia atrás y hacia adelante.
Pero una vez que dejamos de lado el dispositivo, que decidimos que tratar de entender qué escenas (o elementos de la escena) “rebobinan” y cuáles no, nos encontramos con una película al estilo James Bond con espías super sofisticados y un villano megalómano que quiere destruir el mundo.
No hay más que eso, y el trabajo constante de parte del espectador de decidir qué es lo que está viendo. Lo que no sería un problema (el cine moderno cuenta con la participación del espectador) si hubiera personajes con los cuales empatizar, por ejemplo (el hecho de que nunca sepamos el nombre del protagonista es sintomático), o algo que nos conmueva.
Y no, no lo hay. De hecho, el engorro de la trama (que no sofisticación) bascula entre la caricatura total y querible de Bond y la seriedad grave de las (malas) películas basadas en John LeCarré. El resultado no es una reflexión sobre el tiempo, sobre la redención, sobre algo, sino una serie de figuras de guión más o menos ingeniosas.
Un capicúa sin suerte.