La familia Cantone de Lecce tiene tradición en su pueblo. Es lo que se dice gente oriunda, con todas las letras.
Vicenzo Cantone (Ennio Fantastichini), el patriarca, dirige un próspero negocio de fabricación de pastas y, como todo “tano”, es heredero/seguidor del sueño ancestral. Tiene dos hijos en los cuales se apoya para retirarse feliz con la seguridad que ellos continúen con el negocio familiar, soñando quizás con ver desde el cielo a sus bisnietos detrás del mismo mostrador.
Pero primero están los hijos. El anhelo de perpetuar la tradición depende de Tommaso (el más joven) y de Antonio. Pero esa mañana en la fábrica Tommaso (Riccardo Scamarcio), que vive en Roma y está de visita, le confiesa algo a su hermano. No sólo su homosexualidad; sino su intención de hacerlo público en la cena familiar de esa noche, justo cuando el padre piensa entregar en vida el manejo del negocio a sus hijos. Ambos lo saben: papá Vicenzo va a sufrir; pero la decisión está tomada. El espectador está listo para la debacle, y en plena velada le dan la sorpresa al viejo Cantone y también al espectador. En ese preciso momento aparece el humor. El padre tratando de recomponerse y armar un plan B, mientras sus hijos intentan no darle más disgustos. (Adivinó, no quiero revelar detalles de la trama, pero es para que usted lo disfrute con una sonrisa)
Ferzan Ozpetek le podría haber sido mucho más difícil hablar de sexualidad en otra época, por ejemplo cuando la encaró en aristas como las seguidas en “El baño turco” (1997), “El último harén” (1999) o “El hada ignorante” (2001). Por suerte en esta época lo puede hacer con mayor libertad.
Su cine es más dinámico. Funciona bien y a la vez rompe (en el buen sentido) algunas virtudes características de la comedia italiana.
Olvídese del relato costumbrista “tano” tal cual lo conocemos. Ozpetek parece estancarse con bastante fervor en la superficie de su texto cinematográfico para, desde allí, escarbar a través de sus personajes buscando la profundidad de la temática que aborda. En el caso de “Tengo algo que decirles” lo logra con creces.
Soplan otros vientos para observar a la sociedad de nuestros días, y quizás la sexualidad le sirve como disparador para llegar al núcleo de lo que le interesa decir: sólo se trata de ser feliz sin culpas.
Puedo decir que, a mi gusto, algunos personajes secundarios de la historia entran en forma precipitada o, si se quiere, con menos sustento que los principales, pero esto no afecta el buen resultado final.
Con la primera escena el realizador conecta una fibra muy sensible presente en cualquier familia, sobre todo si es conservadora. Todos tenemos secretos y miedo a revelarlos. Generación tras generación, las formas de hacerse cargo de lo que a uno le pasa han sufrido transformaciones, a mi entender, benignas. Al menos en lo que respecta a tener más opciones de contención para hacerlo.
Sin embargo, los lazos que todavía se crean en el entorno familiar no parecen haber cambiado tanto el implícito mandato del “deber ser”. En este punto crucial es donde “Tengo algo que decirles” se anima a beber de las aguas del absurdo en pos de transmitir su mensaje. A los efectos, el realizador, co-guionista junto a Iván Cotroneo, se apoya en el espejo más inteligente que el hombre ha inventado para reflejarse: El humor.
Desde el momento de la confesión el mandato familiar toma la posta de la temática de la narración, coqueteando con las situaciones que se proponen más allá de la sexualidad. Porque, en definitiva, son papá Vicenzo (con el pre-infarto ante la confesión) y mamá Stefanía (con su pregunta sobre si ser gay “es curable”) los que sostienen la problemática de ser homosexual. Como si el director quisiera poner ese tabú en una vieja generación (a la que todavía le cuesta aceptar el amor entre personas) independientemente del género.
Pero hay algo más. La nonna (Ilaria Occhini, en una actuación deliciosa) es la protagonista de los flashbacks y quien oficia sutilmente como equilibrista entre los prejuicios y la sabiduría. Cada gesto de ella provoca la risa y la complicidad necesaria para hacerse amigo de esta comedia muy bien narrada que, desde luego, invita a hacer las paces con cualquier prurito. Por eso estarán todos en la brillante escena final propuesta por Ozpetek. No para “ser parte de”; sino “aceptar que”... Sin duda, una de las buenas producciones de 2011.