Barrilete cósmico
James Cameron tomó las riendas de la cyborg-saga y colocó Destino oculto al final de Terminator 2, con el regreso de Linda Hamilton y el inoxidable Arnie.
Tal vez sea una cuestión generacional. Difícil saberlo. Para los que crecimos con la saga Terminator como uno de los clásicos de nuestra adolescencia (especialmente las dos primeras y canónicas partes) hay algo en ella que es representativo de una importante transición dentro del cine de acción hollywoodense. La primera parte, de 1984, era una película pequeña e intensísima, casi un thriller de Clase B con elementos de cine de terror, género en el que parecía especializarse el entonces jovencísimo James Cameron. Pero para la segunda parte, de 1990, el director se había convertido en un peso pesado de Hollywood y Terminator 2 era ya una superproducción con efectos digitales que terminarían por revolucionar la industria del entretenimiento, hasta ser hoy absolutamente dominantes –aunque no de la manera seguramente soñada por su director–.
Esta sexta parte de Terminator puede ser considerada, en realidad, la tercera. Es como si Cameron –que volvió como productor y coautor de la historia– hubiera decidido borrar de la saga las últimas tres partes y continuar la historia a partir del cierre de la segunda. Y el guión se las saca de encima de entrada, como si tal cosa. “El fin del mundo no sucedió. Yo lo detuve“, dice la retornada Sarah Connor, desestimando tres películas en un segundo. Pero es obvio que, en los juegos temporales de la saga, si no sucedió de una manera bien pudo haber sucedido de otra. Y eso es lo que cuenta la nueva película. Saquen a Skynet del mapa, pongan a algo llamado Legion, y la cuestión es similar. Hora de retomar los viajes en el tiempo para matar a alguien en el pasado. Es decir, Terminator: Destino oculto es una tercera parte pero también un reboot, casi una remix de la primera y la segunda.
Tras un inicio, narrado por Sarah (Linda Hamilton, aportando intensidad y gravedad a la vez), en el que se nos pone al día con la historia –evitaremos spoilers que enojan a las almas hipersensibles–, la trama se mueve a la actualidad y a México. Y es como si la primera Terminator recomenzara en ese país y en ese tono. Una mujer llamada Grace (Mackenzie Davis) llega desde el futuro para proteger a una tal Daniela (“Dani“, para los amigos, encarnada por la actriz colombiana Natalia Reyes) de las manos de un nuevo Terminator modelo cromado (un impasible Gabriel Luna) que quiere eliminarla. Si vimos la película original, imaginamos el motivo, pero el guión de esta reserva algunas sorpresas en ese sentido. En plena secuencia de acción, pelea y persecución (sólidamente filmadas por el realizador de Deadpool, Tim Miller), aparece Connor al rescate. Y, con alguna inesperada baja, el grupo empieza a huir hacia Estados Unidos como si fueran indocumentados. Allá, aparentemente, hay alguien que puede ayudarlos a combatir al nuevo cyborg. Cualquiera que haya visto un trailer o hasta el póster de la película ya sabe de quién se trata.
La película tiene una muy efectiva y potente primera mitad. La acción se mantiene dentro de lo terrenal y lógico –para los standards de la saga– y Davis es una presencia formidable. Pese a su figura delgada y en apariencia frágil, Grace es una guerrera que tiene muy en claro lo que debe hacer para combatir al cada vez más flexible y “chicloso“ cyborg, que se desdobla, se reconstruye y al que nada parece afectar. Las secuencias en la frontera son también fuertes e impactantes –la parte, si se quiere, directamente política de la película– y Miller sabe jugar muy bien, con emoción pero también con humor autoconsciente, a la hora del reencuentro de los dos históricos de la saga. Pero una vez que la película, con el equipo ya reforzado, vuelve a la acción pura y dura, algo se rompe. No del todo, pero se pierde esa virulencia física de la primera parte para ser reemplazada por un exceso de efectos digitales en secuencias cada vez más grandes, supuestamente espectaculares, pero finalmente fallidas, excesivas, puro golpe de efecto.
Es como si, en ese punto, la remake de Terminator terminara y empezara la de Terminator 2. No en términos de calidad (convengamos que la segunda era igual o mejor que la primera) sino en la necesidad de volverse más grande e irreal, jugando con la gravedad como sucede en casi todas las películas de superhéroes en las que nada parece tener peso propio. Las secuencias de acción se vuelven más confusas, Miller parece perder el rumbo entre tanta pantalla verde y hay hasta curiosos errores de continuidad. Por suerte, para el final, la cosa se recompone, tanto porque las últimas secuencias vuelven a ser más propias del cine de acción de los 80 que de los 90 (es decir: peleas, golpes y persecuciones en lugar de autos cayendo de aviones y cosas así), como por las emociones que se ponen en juego, ligadas a la historia íntima de cada uno de los personajes, tanto los clásicos como los nuevos.
Sin ser una gran película, Terminator: Destino oculto (rara traducción del original Dark Fate) logra devolverle vida a una saga que parecía liquidada y completamente perdida en su propio trompo temporal. Era un universo que, de haber sido bien manejado después de la segunda parte, tenía todo para ser un clásico a la manera de otras sagas de acción (como Misión: imposible), que siguen recaudando y funcionando muy bien décadas después de sus inicios. Pero en los 90, Cameron tenía la cabeza en otras cosas y dejó que su criatura cayera en las manos equivocadas. Ahora intenta –con la ayuda de Miller, parte del elenco original y con una política de empoderamiento femenino que Cameron trae desde sus inicios y que hoy es más relevante que nunca– retomar lo que abandonó. El público decidirá si es demasiado tarde o si todavía hay cuerda para más.