Se estrena Terminator: Destino oculto, sexta entrega de la saga creada por James Cameron, esta vez dirigida por Tim Miller (Deadpool). El regreso de Linda Hamilton como Sarah Connor es el único elemento que vale la pena destacar de un film ausente de ideas y emociones.
“Hasta la vista, baby”, una frase que quedó inmortalizada en la historia de la ciencia ficción de los años 90. Y que debería haber servido de advertencia a todos aquellos que revivieron al robot gigante de metal (que, en la primera Terminator de 1984, llega del futuro para asesinar a Sarah Connor, y en la segunda regresa para defender a su hijo John, el líder de la futura resistencia en la batalla del juicio final) para que no continúen exprimiendo una saga que murió hace tiempo.
Nuevamente sin James Cameron a cargo del guion o la dirección (pero sí como productor), esta cuarta secuela de aquel film épico de 1991 que revolucionó los efectos especiales y marcó un antes y un después en el cine de ciencia ficción, tiene casi la misma premisa de todas, pero con un elemento “original”: ya no está John Connor, no está Skynet y ahora la chica a la que se debe defender es una joven mexicana (la actriz colombiana Natalia Reyes) llamada Daniela.
El resto es más o menos similar a T2 y sus aberrantes secuelas: Grace (Mackenzie Davis), una soldado abatida en combate en el año 2042, es “mejorada” físicamente (como el personaje de Sam Worthington en Terminator: la salvación) y enviada al pasado (nuestro presente) a México, más precisamente, para proteger a Daniela. La amenaza es un Terminator con rasgos latinos, que tiene el poder de regenerarse constantemente, e incluso, duplicarse, interpretado por Gabriel Luna (el Ghost Rider de Agents of SHIELD).
Como la ayuda de Grace (rol que antiguamente ocupaba el Reese de Michael Biehn) no es suficiente, aparece la inmortal Sarah Connor, convertida en cazadora de Terminators: “cada tanto aparece alguno y yo recibo un mensaje de texto anónimo con la ubicación”, justifica su aparición repentina, como Deus Ex Machina, casi al inicio de la primera batalla.
Lo que sigue son típicas persecuciones a las que nos tienen acostumbrados estos megatanques de acción. Persecuciones que, a esta altura, aportan poco y nada visualmente y tampoco generan demasiado suspenso o tensión. Tim Miller demuestra que el éxito de la primera Deadpool se debió a un guion ingenioso y al carisma de Ryan Reynolds, más que a su destreza en el terreno audiovisual. Los FX no impresionan como en el año 1991 y cada escena está resuelta con el manual en la mano. La película no evade un solo clisé ni lugar común.
Pretende ser progresista sustituyendo personajes que antaño fueron masculinos o anglosajones, con femeninos y latinos (para ampliar y actualizar el mercado), pero el punto de vista (comercial y artístico) sigue siendo de hombres estadounidenses. Es demasiado notorio, hasta el ridículo, que se trata de un producto oportunista e hipócrita. La leve crítica a la xenofobia del presidente Trump, no amortigua el hecho de que la visión hacia el mexicano sea estereotipada.
Sin imaginación en el terreno narrativo, plagada de errores técnicos, sin sorpresas ni puntos de giro imprevisibles, el relato cae en la solemnidad. Miller acude a los ralentis más obvios para subrayar el dramatismo del film, y recién a los tres cuartos de película aparece un personaje que le aporta un poco de humor, humanismo y liviandad a la historia: el T-800 de Schwarzenegger. El problema es que viene repitiendo este mismo rol desde Terminator 3 y ya no causa gracia ni empatía. No es culpa del ex gobernador de California que intenta ponerle un poco de carisma y ambigüedad moral a un personaje agotado física y narrativamente.
A pesar de contar con varios guionistas de reconocida trayectoria como Billy Ray o David S. Goyer, ninguno puede aportarle algo de originalidad a la estructura dramática y Miller, por su parte, es un realizador sin mirada autoral, que filma en piloto automático.
El elenco hace lo que puede con personajes unilaterales, convencionales, acartonados y esquemáticos. El inexpresivo Gabriel Luna y Linda Hamilton terminan siendo lo más destacado, especialmente por el trabajo físico que se les impone realizar.
Es tan decepcionante el producto final que, a comparación, Terminator Génesis resulta una propuesta más lúdica y divertida. A Terminator: Destino Oculto, si bien no aburre, ni siquiera se la termina disfrutando como un entretenimiento pasajero o un placer culposo, ya que nunca se hace cargo o es autoconsciente del nivel de absurdo que propone. Y lo peor es que destruye, desde la primera escena, la hermosa mitología de los dos excelentes filmes originales. Lo que pretende ser un giro sorpresivo, termina siendo un agujero dramático que no encuentra solución.
El “apoyo” de James Cameron no es garantía de calidad. En tal caso es mucho más interesante, divertida, entretenida (y más genuina con la mirada latina) la adaptación de Alita, de Robert Rodríguez, que esta fallida e impersonal secuela.
Terminator: Destino oculto es una nueva oportunidad desperdiciada para revivir una saga que hace mucho ya es irremontable. Ni los guiños nostálgicos a los dos filmes de James Cameron, ni el regreso de Hamilton y Arnold, ni una leve crítica a Trump, la salvan del tedio de más de dos horas de narración pobre, escenas de acción poco imaginativas y una mirada políticamente correcta que resulta insulsa e hipócrita.