Yo, la peor de todas.
Estamos ante una nueva expresión del actual Hollywood para subnormales. Todo bien maquillado con chistecitos autoreferenciales, y con la supuesta buena onda de la nada misma. Como sucede con el hipsterismo actual -que supo robar la cáscara de las subculturas que boyaban por los bordes del hiperconsumo para drenarles la onda y volver todo masivo, todo aceptable, vaina y consumismo- este tipo de cine se disfraza de “feel good”, de sonrisita, de referencia, para tapar su vacío y digestión. Esta película es otro ejemplo de cómo la actual industria fagocitó un cine que apoyaba su acción en algo más que los efectos. En la idea original, los efectos especiales eran vehículo de la narración, la sábana del fantasma de una puesta en escena tan colosal como su brío religioso merecía. Aquella idea madre, la única profunda, tan profunda que podía transmitirse cinematográficamente con pocas palabras o sin ellas, es aquí vaciada y viciada, sólo quedan ecos sin alma, repeticiones con la tristeza de los calcos. Si la segunda parte ya estaba contaminada por una corrección zonza (el Terminator ya no mataba policías, no, por amor de dios y nuestro nuevo Hays), en ésta hay además una humanización berreta, un Terminator papá por siempre de una Sarah Connor de góndola de supermercado. La negación estética de la resistencia liderada por el otrora mesías John Connor es otro ejemplo de absorción: si antes podían pasar por revolucionarios, aquí podrían ser militares del poder dominante. Y esta deformación del espíritu original de la resistencia, no es solo insinuación sino que está en el relato -seguramente no por casualidad- en la transformación de John Connor en el nuevo villano. Rediseñado en la historia por los robots, claro, pero no importa, lo significativo es que ya no hay lugar para los héroes de los márgenes, ni siquiera cuando son accesorio de algo superior.
Y este vaciamiento va de la mano con un problema aún mayor, el de la narración. Porque además de la mencionada guía masturbatoria referencial y el culto al efecto por el efecto mismo, Terminator 5 es parte de un cine que no sabe poner en imágenes al relato y utiliza al diálogo explicativo para ocultar su pobre sistema narrativo. Los momentos de habla imbécil no son aquellos en los que Arnold se pone a explicar los procesos del viaje en el tiempo y el nuevo Kyle se hace el chistoso para que se calle (parodiando a los verosimilistas sin reparar en que su apoyo constante en los diálogos vacuos es, incluso, mucho peor); estos momentos son los que durante -por ejemplo- las escenas del futuro, John Connor y Kyle nos quieren explicar todo, a nosotros, los idiotas. La contradicción de un cine que apuesta a lo visual pero a su vez no confía en las imágenes: la antítesis de la idea nodriza. Un diálogo síntoma de la primera se daba entre los canas; el sargento negro le decía al detective Hal “¿cómo me veo?”, a lo que el segundo respondía “como la mierda”, para que el negro le diga “tu vieja”. Esa pavadita reflejaba el pesimismo que encerraba también la Terminator a la que no se le escapaba nada, y mostraba cómo forjar al verosímil en el cine fantástico. En la quinta no sólo no hay alma, sino que tampoco hay calle. Entonces, ¿de qué está hecha esta nueva Terminator? De efectos especiales absolutos, que no vehiculizan la narración; de una acción que no se da por causalidad sino que pretende ser inicio y final (aniquilando así el único propósito de su existencia: el suspense del relato); de diálogos sobrantes; y de humor, de chistes de terapia intensiva, cuidaditos, abotonaditos, humor de alcohol en gel, porque lo que importa es la salud.