No, no es la obra maestra de 1986, ni la otra obra maestra de 1992, ambas de James Cameron. Es más parecida a la bella y humilde -pero poderosa- tercera parte, aquella dirigida por el artesano Johnatan Mostow. Aquí el realizador Alan Taylor (otro artesano, algo menor) trata de darle sentido a un “relanzamiento” que invierte varias de las constantes mitológicas de aquellas películas. El problema consiste en que el guión tiene que dar demasiadas vueltas para volver consistente el asunto que hace del salvador de ayer el villano de hoy. En fin, es lo de menos, porque el film está diseñado como un bastidor basado en la vieja historia para bordar una serie de secuencias espectaculares que sí, dan al espectador aquello por lo que pagó su entrada. Y además está Arnold Schwarzenegger poniéndole humor a la historia, y haciéndose cargo de modo absoluto de lo que implica el paso del tiempo. Lo que falta es la reflexión sobre el tiempo, sobre los peligros de la tecnología, sobre el poder e incluso el escondido poder metafórico de las dos primeras fábulas. Pero así estamos hoy, ante un cine que apunta a espectadores viscerales, dispuestos a formar parte del espectáculo antes que a contemplarlo. Y en esa categoría (que no es ni mala ni buena, sino un poco distinta de lo que solíámos llamar cine clásico), la película funciona. Cruje un poco por el óxido, es cierto, pero funciona.