El bombero rescatista Ray Gaynes entra a una mansión. Fue a ver a su hija para explicarle que no van a poder pasar el fin de semana juntos acampando porque hubo un terremoto y lo llamaron a servir en la zona del desastre. La hija está al tanto de todo, no necesita que le explique nada; cuando entran a la casa, Ray ve a su ex mujer (aunque no están divorciados todavía) con su nueva pareja, un ingeniero multimillonario que la abraza y, delante de nuestro héroe, le propone mudarse con su hija a su casa. El plano siguiente muestra a Ray lidiando de la peor manera con la noticia y, de fondo, un televisor con imágenes de escombros y derrumbes; el verdadero terremoto no está ocurriendo ahí, en esa pantalla, parece sugerirnos la película, sino en la del cine, al interior de la mole que tenemos frente a nuestros ojos: la inmensidad de Dwayne Johnson se estremece discretamente, disimulando en realidad un temblor de grandes proporciones. Se trata, ni más ni menos, que de uno de los mejores ejemplos de eso que a veces se llama un poco gratuitamente actuación “física”: actuar “con el cuerpo” (con qué actuar, si no) no es correr de acá para allá, a los gritos, exagerando las torsiones, recibiendo golpes o exhibiendo alguna clase de gasto corporal, no, es eso otro, aprovechar el cuerpo del actor, hacerle decir algo que otro actor no podría, ponerlo a jugar con su entorno. El director Brad Peyton, uno de esos artesanos competentes que acumulan trabajos ignotos en su currículum, ya había trabajado con The Rock en Viaje 2: La isla misteriosa, y quizás haya sido ahí, en esa película hecha a las apuradas para cumplir con las obligaciones de un género extinto (el de aventuras -pueden leer algo al respecto acá), donde Peyton seguramente haya aprendido a filmar a Dwayne Johnson y a medir su verdadero espectro interpretativo. En otro momento de Terremoto: La falla de San Andrés, Ray y su mujer hablan por primera vez de la muerte de una de sus hijas, tragedia y posterior silencio que los distanció uno del otro: El director obtiene de su protagonista la actuación más corporal posible pero, de nuevo, sin necesidad de sobreactuaciones ni excesos, solo poniéndole la cámara cerca y observando con cuidado como las distintas partes de esa montaña muscular se conmocionan alternadamente mientras el personaje recuerda el hecho; primero la cara, después los ojos, en algún momento también los brazos buscan apoyo, los hombros caen lentamente y cambian la postura; son todos signos que expresan el dolor hondo de un padre y excelso rescatista que trabaja de salvar vidas pero que no pudo evitar perder la de su propia hija. Los ojos de The Rock se llenan de alguna clase de líquido que no termina de conformar lágrimas (de nuevo: otro terremoto, este bastante más terrible), y Peyton remata la escena con un detalle que confirma nuestras sospechas sobre su capacidad para explotar al máximo la fisicidad de sus actores: la mujer, Carla Gugino, ya reconciliada con su esposo, le pone su mano chiquita sobre la nuca; la mano se pierde enseguida en esa suerte de paisaje que dibuja la silueta de The Rock y el director consigue generar emoción sin abuso de recursos, solo aprovechando sus materiales más primarios.
La línea silenciosa (y no tanto) que recorre la película es, al igual que en el resto del cine catástrofe moderno, la del reencuentro familiar: el terremoto es tanto una desgracia como la condición necesaria para la reunión, casi un regalo del cielo que cae a los pies de Ray, el rescatista que ahora tiene una segunda oportunidad para salvar a su familia de derrumbes, incendios e inundaciones. A esta altura parece obvio que la familia es el tema profundo de casi todas las películas de The Rock: en Viaje 2 y Hada por accidente, por ejemplo, el tipo hace a un padrastro que debe ganarse esforzadamente el afecto de los hijos de otros. Habiendo triunfado y pasado a formar parte de esos núcleos familiares, el cine, a la manera de una continuación, lo pone a prueba duramente cuando le encomienda la tarea de defender a los suyos, protegerlos de cuántos males se abalanzan sobre ellos, como en El infiltrado o, ahora, Terremoto. No recuerdo otro actor de películas de acción y aventuras que volviera siempre al mismo tema: la familia, ya sea la ausencia de ella o la amenaza de su resquebrajamiento, vuelve insistentemente en la filmografía de Dwayne Johnson.
A la par de ese drama intimista, Peyton despliega un dispositivo de destrucción masiva bien calibrado que demuestra que el cine, sobre todo el actual, puede reproducir como ningún otro medio la verdadera escala de una catástrofe: los edificios tiemblan, la tierra se abre, cuadras enteras se sacuden; en las alturas el fuego lo consumo todo, mientras que en las zonas más bajas el agua se abre paso a lo largo de toda la ciudad. El director cumple a rajatabla y con un poco de autoconsciencia las demandas del género: hay varios salvatajes de último minuto y el héroe realiza proezas que rayan en lo inhumano, en sintonía con el cuerpo hiperbólico del protagonista (como esa carrera frenética que botes, lanchas y barcos emprenden contra un tsunami, por lejos una de las escenas más recordables del año). Por ejemplo, el género exige una variabilidad étnica notoria, pero como Terremoto transcurre en una porción geográfica relativamente pequeña, Peyton resuelve el problema rodeando al sismólogo de personajes provenientes de distintas nacionalidades. Cuando su colaborador japonés muere al principio, un estudiante ruso lo releva en sus deberes de sidekick exótico, y enseguida llega para entrevistarlo una periodista latina: a eso súmenle los hermanos británicos que viajan con la hija de Ray y listo, la dosis étnica mínima está completa sin demasiado gasto narrativo.
El resto del tiempo, la película asume el género con alegría sin tratar de aggiornarlo o de reírse de sus convenciones: el director recorre todos los lugares comunes del cine catástrofe y los ejecuta hábilmente, logrando mantener el interés incluso cuando ya se sabe de antemano el destino que les espera a sus protagonistas.