Hay vida más allá de los tanques
Concentración. En el cine, desde hace décadas, cada vez más público ve menos estrenos. Es decir, cada vez menos títulos concentran mayor porcentaje de público. Desde hace casi una década, en Argentina los diez estrenos más vistos se llevan más del 50% de los espectadores, y más porcentaje todavía de la recaudación (las películas más vistas tienden a darse en los cines de entrada más cara). De forma creciente, la mayoría del público registra, reconoce como estrenadas cada vez menos películas. Así las cosas, no solo las películas de neto alcance minoritario son minoritarias: lo son también muchas de mayores posibilidades de taquilla, películas de género, de narrativa clásica o, al menos, nada anómala. Sin campaña de instalación mediático-publicitaria, hay menos chances de éxito, o incluso de que la gente se entere del estreno. Y cada vez que alguien repite la cadena de repetidas repeticiones de “ahora el Hobbit van a ser tres películas” o “Peter Jackson se dejó la barba candado” o “ahora el Hobbit viene con dulce de leche”, lo que hace es seguir magnificando lo ya magnificado (que no necesariamente magnífico) y ayudar al ocultamiento de lo ya oculto (que no necesariamente ocultista).
En la última década, es bastante grande la cantidad de buenas películas desapercibidas. Algunos pocos ejemplos entre muchos: Dark Blue (Azul oscuro, 2002), policial dirigido por Ron Shelton con Kurt Russell. Se iba a estrenar en cines, hasta hubo publicidad en la vía pública en Buenos Aires, finalmente salió directamente a video y DVD. Hoy puede recuperarse en diversos formatos. Otro ejemplo más reciente es Culpable o inocente, drama judicial con Matthew McConaughey, por acá escribí sobre él. Es increíble que Vampiros del día, apocalíptica, oscura, veloz, con un hermoso aspecto clase B y con resonancias sobre miedos contemporáneos (y con Willem Dafoe), una película con un potencial enorme, siga sin ser vista por mucha gente. Y ni que hablar de maravillas como Adventureland, de Greg Mottola, sonoro e injusto fracaso en los cines argentinos.
Otro rasgo positivo de las nuevas tecnologías es que permiten recuperar cada vez más películas a las que los espectadores llegan, finalmente, por informaciones menos abrumadoras que los bombardeos que acompañan los lanzamientos elefantiásicos, recomendaciones amables del estilo “¿sabés qué vi el otro día y me gustó mucho?”. Y ahí películas muy buenas semi olvidadas o soslayadas, de nivel medio, que décadas atrás podían ser masivas (las películas de género que no eran necesariamente los tanques multitarget de Batman y el Hobbit y demás enmascarados y humanoides) hoy terminan encontrando su lugar de consumo mediano o minoritario de forma más sinuosa.
La semana pasada se estrenó una de esas películas atractivas, de género, mayormente bien contadas, de esas que mejorarían mucho la cartelera si se estrenaran con mayor asiduidad: Terror en Chernobyl, de Bradley Parker, es una de esas películas, aunque no está tan indefensa porque pertenece al género proclamado en su título de estreno en Argentina, y el terror tiene muchos seguidores (como no los tiene el western), que no se fijan demasiado en las grandes campañas o en los grandes elencos. Una traducción más exacta y menos grasosa del título original era Los diarios de Chernobyl, aunque no es bueno ese título, porque induce a pensar en una narrativa que no emplea (afortunadamente y a pesar de que amaga con eso al principio) cámara diegética: cuando vemos a partir del dispositivo de grabación manejado por uno o varios personajes. La cámara diegética, a pesar de haber dado algunas buenas películas (sin ir más lejos, otra película mediana de este año, como Poder sin límites-Chronicle), corre muchas veces el peligro de bordear el capricho y convertirse en un mero gadget de moda ya un poco exhausto. Terror en Chernobyl amaga con ese dispositivo pero luego apela a una narrativa objetiva, que oculta lo monstruoso hasta muy cerca del final. Sí, cuando lo monstruoso finalmente aparece, la película baja la fluidez y pierde un poco el interés, pero todo lo anterior, con turistas buscando “lo extremo” en una visita a la ciudad abandonada cercana a la central nuclear, es impecable.
Unos dos tercios de película construyen una enorme tensión con recursos de extrema nobleza; clima logrado por el fuera de campo, por la amenaza del pasado (reforzada por el más cercano desastre de Fukushima), por la inteligencia de crear tensión con un distractor como el de la amenaza pueril de los jóvenes lugareños a la salida del bar, por la anulación de twists argumentales facilistas. Lugar misterioso, pasado traumático, una pequeña falla técnica –en la que reverbera, también, el pasado– narrativa sin trampas, singular (en estos días) uso del fílmico, con luz opaca. Nada estrafalario, nada rebuscado: con la confianza cinematográfica depositada en la buena historia que se cuenta se revitalizan nuestras las ganas de ir al cine. Y de recomendar esas películas que no necesitan inundar las carteleras ni obnubilar al periodismo.