El mal y el Rock. El Diablo y la música. El artista y su lucha por ganar la eternidad. Desde el críptico Robert Johnson y su legendario pacto con lucifer, pasando por la casa dónde fue asesinada Sharon Tate por el clan Manson y utilizada como estudio por Trent Reznor en 1994, buscando nueva inspiración para su obra maestra The Downward Spiral, hasta el tenebroso suceso que vinculó a los Mars Volta -en gira con Red Hot Chilli Peppers-, cuando utilizaron una ouija que despertó todo tipo de extraños eventos y supersticiones y a la que le dedicaron un disco, The Bedlam in Goliath. La música carga en sus espaldas, o sobre sus partituras y acordes, un sinfín de hechos esotéricos que abren las puertas a los infiernos de las conjeturas más extravagantes y macabras.
Algo de eso, pero en solfa y en plan metaparodia, es lo que plantea Studio 666, que tiene de protagonistas a la banda de rock Foo Fighters. El film arranca con una masacre en un caserón, en medio de equipos de música y amplificadores. Corren los años 90, 1993 para ser exactos, año en que el grunge noventero o el rock alternativo llegó a su pico máximo gracias a discos como In Utero de Nirvana, Siamese Dream de The Smashing Pumpkins, VS de Pearl Jam o Pablo Honey de Radiohead. Ese salto a las gradas del éxito sería el hincapié máximo para lograr la fama absoluta en una época dorada para el rock sombrío, donde dormían las mentes atormentadas de tipos como Layne Staley de Alice in Chains. Ya en la actualidad, sin la mitad de las mentes que dieron vida a estas bandas, una de ellas resurgió de la trágica desaparición de Kurt Cobain: los Foo Fighters. Su líder y mayor figura, Dave Grohl, mantiene el legado de toda una generación cuya mayor virtud es dejar atrás el sonido oscuro y solemne que caracterizaba a sus predecesores. Si tomamos todos estos elementos, tenemos una película sobre un grupo que debe pasar una estadía en el infierno para hallar inspiración para su nuevo disco. Acá el lugar elegido por un mefistofélico manager es el viejo caserón del principio. Una vez establecidos, la banda comenzará a experimentar todo tipo de fenómenos, uno más descabellado que otro, y será Grohl quien le ponga toda la onda posible a un relato que se cae a pedazos a medida que va avanzando. Se disfraza de clase B ochentera, pero en ese intento desesperado por empatizar con un grupo determinado de seguidores no hace más que ahogarse en las limitaciones artísticas a las que quiere transgredir y pierde la pulseada con mano débil.
Los homenajes al cine de terror de los ‘80 se manifiestan sin mayores pretensiones que solo hacer gala de una generación que bucea en el pasado para disfrazar de urgencia formal todo lo que en realidad sabemos es nostalgia pura y dura. Hay tanto de The Evil Dead como de su secuela y de cualquier slasher sobrenatural de aristas genéricas que pululaban las salas en aquellos tiempos en que las tripas y la sangre vendían más entradas que una de Disney. Se esfuerza tanto por ser bizarra, irresponsable y desmedidamente divertida, que se olvida por momentos que muchas de las películas a las que rinde pleitesía le sobraban por naturaleza instintiva y formas o fórmulas que respondían a una época, el pulso narrativo preciso: contaban como un reloj lo justo y necesario, y el timing para la comedia, como para la desfachatez de sus ideas, era perfecto porque eran tiempos (sociales, culturales) que así lo requerían. Si hoy en día los slashers están casi extintos es porque claramente su función sirvió como política y discurso de una época determinada(los ‘70, ‘80 y algo de los ‘90, dónde ya vio su extinción post Scream), por dar un ejemplo de un subgénero al que se lo quiere revivir con la excusa de revitalizarlo sólo por hacer de la final girl una figura más politizada de lo que ya era. Hoy en día la nostalgia vampiriza una época sin entenderla del todo cuando quiere tomarla como modelo. Películas como The Evil Dead y Evil Dead 2: Dead by Dawn (conocida en Argentina como Noche alucinante) son reflejo y respuesta de un contexto específico, unívoco, al que se le puede llegar sólo si hay una visión del mundo que pueda actualizar, revitalizar la mitología de la película original (en el caso de ser una remake) o entender que las formas a las que respondía el terror o la clase B en general son una herramienta para expresar el estado del mundo cuando fue concebida. Mover ese tipo de cine a la actualidad es de una mera negación hacia las formas actuales con que se reproducen las imágenes. No es que no se puedan filmar películas bizarras hoy en día, o que tengan un “espíritu” de aquellas obras, claro que no. El problema es la insistencia de que ese cine sea puro goce del nostálgico que quiera calcar un estilo, sus formas y funciones cinematográficas sin siquiera entender en la actualidad se expresa el cine como arte y política.
Para entender esto pongamos de ejemplo Posesión infernal (2013), la remake de The Evil Dead. Película mucho más tenebrosa, que funciona como una licuadora cerebral por las imágenes agresivas que no dejan indiferente al espectador. Más allá de los resultados artísticos, si son del agrado del espectador o no, hay una codificación del mito original, dejando de lado cualquier postura nostálgica y acercándose a una reutilización de la película de Sam Raimi, casi un “mitologema” cinematográfico (para entender el concepto de mitologema leer los escritos de Károly Kerényi o el concepto del cine de Faretta). De esta misma manera, Duro de matar (1988) se transforma en una especie de mitologema para películas como Rascacielos (2018), por dar un ejemplo. Es entender el mito, pero revitalizado en base a las urgencias de la actualidad. Pero bueno, en fin; Studio 666 no es una película para tomarse en serio y se nota que su concepción fue meramente para divertirse: el problema es que esa diversión pueda traspasar la pantalla y hacernos partícipes de ella. Se siente como si la película total fuera un chiste interno de la banda al que solo ellos tienen acceso y conocimiento para su disfrute. Por momentos quiere oler a rock, a garaje, a cerveza y joda, pero sin consistencia en la comedia es imposible generar algo más allá de las simpatías que puede despertar en un fanático de la banda. Se ahoga en berrinches bizarros sin llegar a retribuir a todo aquello que se permite homenajear a su vez que parodiar. Cuando un gag parece funcionar, otros 15 se apelotonan como la sangre y vísceras sin generar siquiera simpatía. Más bien un poco de vergüenza. Las humoradas son aniñadas y poco estimulantes a la hora de divertir y, por el contrario, aburren bastante. Ver a Dave Grohl sacudir la cabeza por cualquier cosa y reiterar eso como un chiste que debe ser divertido solo por el hecho de ser insistente, no deja más que la posibilidad de ver cuán poco inspirados estaban los que escribieron este pastiche.
Películas como Este es el fin (2013), que tomaba a un puñado de comediantes amigos y los insertaba en la pantalla en dónde se interpretaban a ellos mismos, pero de un modo miserable, autoparódico y crítico, funcionaba porque todo lo descabellado no apelaba más que a la llamada nueva comedia americana y porque justamente todos eran comediantes y no músicos que apenas parecen recordar un par de líneas básicas del guión, más allá de si el relato los expone hasta el paroxismo en sus desbordes. No necesitaba resucitar una fórmula ni mucho menos pararse en los hombros de la nostalgia para ser divertida. Studio 666, por el contrario, es apenas un ejercicio olvidable que ni al menos exigente le puede llegar a dibujar una sonrisita durante hora y media de duración.