Juego de ajedrez
En una escena clave de Tesis sobre un homicidio, film que aspira a suceder a El secreto de sus ojos en términos de repercusión local e internacional, el protagonista desparrama sobre el piso de su departamento su biblioteca entera, en busca de indicios sobre una intrusión. Tratándose de un respetadísimo profesor de Derecho, su biblioteca es su tesoro. Que la ponga patas arriba indica que su obsesión devino desesperación, y la desesperación, autodestrucción. Como forma de comunicar la sensación de vértigo que lo invade, la cámara gira en círculos sobre él, dibujando así la forma de su encierro. La escena remite claramente a una de las mejores del cine de Brian de Palma y, tal vez, del cine estadounidense de comienzos de los ’80 in toto: aquella de Blow Out (1982) en la que, por razones semejantes, un sonidista desesperado desenrollaba cada una de sus cintas. La matriz de ambas escenas es, seguramente, aquella de La conversación (1972), en la que otro técnico en sonido destrozaba prolijamente hasta el último rincón de su casa.
Las de las películas de Coppola y De Palma son escenas culminantes, en las que el estado de disolución interna de los protagonistas se ve potenciado al máximo por la puesta en escena. La de Tesis sobre un homicidio no lo es, y en esa falta reside buena parte de las razones que dejan al nuevo film de Ricardo Darín en una media agua. Un policial en el que Darín hace de abogado (retirado, en este caso), coproducido por Tornasol Films, por la parte española, y Haddock Films y Telefe por la argentina, con un actor español (argentino, con larga radicación en España, en esta ocasión): está a la vista el modelo que se apuesta a reproducir.
Con barba y canas, Roberto Bermúdez (Darín) no es un profesor cualquiera. Dicta seminarios de posgrado, acaba de publicar un libro titulado La estructura de la justicia, es uno de esos tipos rodeados de un aura de respeto. “Hay que prever hasta los imprevistos”, le reprocha a un alumno que llega tarde a la primera clase. Típico escamoteo de policial, unas escenas más adelante el espectador se entera de que a ese aparente desconocido, Bermúdez lo conoce largamente. Argentino con acento español, Gonzalo Ruiz Cordera (Alberto Ammann, nacido en Buenos Aires, emigrado junto a sus padres en tiempos de dictadura y ganador de un Goya por el drama carcelario Celda 211) es hijo de un viejo amigo suyo y volvió especialmente para cursar ese seminario con él.
En alguna de las clases, Bermúdez hará referencia a la idea del Némesis, el enemigo al que se envidia y se quiere emular. Casi al mismo tiempo, una chica aparece brutalmente muerta –tras haber sido violada con particular sadismo– en el estacionamiento de la facultad, justo debajo de la ventana del aula donde Bermúdez dicta su seminario. Un par de indicios comienzan a hacer pensar al profesor que el asesino podría no ser otro que Gonzalo, iniciándose entre ambos una suerte de ajedrez intelectual, en el que lo que está en juego es tanto una teoría del derecho como demostrar quién es más brillante de los dos. Algo así como el famoso caso de Leopold y Loeb, cuyo intento de probar en los hechos que el crimen perfecto era posible, Hitchcock recreó en Festín diabólico o La soga.
Las simetrías terminarán de manifestarse cuando ambos traben relación con la hermana de la chica asesinada (la bonita Calu Rivero, conocida por sus papeles en televisión). Relación que da lugar a un motivo clásico del policial de las últimas décadas: el del “bueno”, que al usar a la chica como carnada demuestra no ser tan distinto del “malo”. Dirigida por Hernán Goldfrid sobre guión de Patricio Vega, en base a una novela de Diego Paszkowski (Goldfrid y Vega ya habían hecho tándem en la muy buena comedia Música en espera), uno de los puntos débiles de Tesis de un homicidio es que tanto las subtramas como los personajes secundarios dan la sensación de “pasar” por la trama, cumpliendo, en el mejor de los casos, la mera condición de funciones del relato. Es el caso del personaje de Fabián Arenillas, que no sólo es el mejor amigo del protagonista, sino que encima está casado con su ex mujer. Lo cual debió haberle dado un peso que no tiene.
A la ex de Bermúdez (Mara Bestelli), se la usa en su carácter de psicóloga, como quien hace una consulta. Otro tanto podría decirse del juez a cargo (Arturo Puig, nuevamente sólido en un papel dramático) y del subcomisario que investiga el caso (Antonio Ugo, en su último papel), limitado cada uno de ellos a dos o tres escenas. Es como si el horizonte del film se redujera a poner las fichas en su lugar, en vez de trabajarlas en volumen. Al igual que los protagonistas, la propia película parece más interesada en el ajedrez –la tesis y su demostración– que en las piezas, las víctimas del homicidio. También en este punto bastaría recordar la angustia que embargaba el personaje de James Stewart en Festín diabólico, y compararla con la mera preocupación del profesor Bermúdez, para percibir por dónde pasa la diferencia.