The Iceman

Crítica de Jonathan Santucho - Loco x el Cine

Marido, padre y psicópata.

Cuesta no ver a Michael Shannon como el ser atrapado en el medio de la transformación del doctor Jekyll al señor Hyde. Hay una dualidad plasmada sobre su físico: su mandíbula expectante, su postura mecánica, su mirada falta de control, son todos elementos que lo vuelven una bomba de tiempo, que en cualquier momento puede desgarrarse el traje de hombre para revelar el sadismo de una bestia. En los últimos años, las cámaras supieron aprovechar su figura, con notables roles en films como Sólo un Sueño y Take Shelter, así como en la serie Boardwalk Empire. En The Iceman (2012), Shannon regresa a su juego favorito, metiéndose en la piel de un típico padre modelo de clase media internado en los suburbios de Nueva Jersey. Padre que, por supuesto, logra esconder de su familia el hecho de que es el más infame asesino a sueldo en la historia de la mafia estadounidense.

El nombre del empleado de la muerte es Richard Kuklinski, y su leyenda crece aún años después de su extinción. Después de todo, su existencia tuvo problemas desde el inicio: nacido en 1935 gracias a la unión de un explosivo inmigrante polaco y una fanática religiosa descendiente de irlandeses católicos, él pasó su juventud bajo el abuso paternal, que costó la vida de su hermano mayor Florian, así como la sanidad de su otro hermano, Joseph, que luego violaría y mataría a una joven de 12 años. Ya crecido, Dick se volvió popular por su reputación como irascible matón en la mesa de pool, que incluso asesinó gente por tan sólo mirarlo de manera equivocada.

Como era de esperarse, esto captó la atención del inframundo de Jersey, dando inicio a una larga e infame carrera donde él dejaría su marca bajo distintos métodos, el más popular siendo congelar los cadáveres de sus víctimas y evitar delatar el tiempo de sus finales. Así, “The Iceman” (“El Hombre de Hielo”, apodo de la prensa) atemorizó el estado jardín hasta su arresto, en 1986. Serían los años posteriores los que lo harían un mito. Por un lado, se estimó que él se encargó de entre 100 y 250 personas (Kuklinski dijo que había perdido la cuenta). En otra parte, flotó por la atención pública que John Gotti lo había contratado para encargarse de torturar y terminar con el vecino que había atropellado a su hijo por accidente. E, incluso en su lecho de muerte, en 2006, el sicario se jactó de haber sido quien acabó con el sindicalista Jimmy Hoffa.

Con un individuo de semejante riqueza, las expectativas para su paso al celuloide eran altas. Sin embargo, en el enfoque del director y co-escritor Ariel Vromen, la resolución no se puede acercar a estar a la altura de su protagonista. Es que, para su tercer film, el israelí sólo parece estar enamorado con la superficie de la propuesta. En primera instancia, su mirada permite establecer las bases de una historia épica de delito, pero el contexto en el que sitúa la película (que, fuera del constante cambio de cabello facial de Shannon y el reemplazo de actrices para hacer de sus hijas, no se distancia bastante en el trabajo de época) no es más que un collage de recortes con los grandes puntos de su biografía, unidos por la repetición de la premisa externa de “este hombre de familia es un asesino sin resentimientos”, que no se diferencia de otros films de buenos muchachos.

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La relación con su esposa (interpretada por la adorable Winona Ryder) y sus hijas es aplastada para darle tiempo a escenas anecdóticas de asesinato, como cuando tortura mentalmente a un pedófilo James Franco (en uno de sus varios cameos anuales obligatorios en films indie). A su vez, aparece una subtrama sin sentido ni interés sobre Roy DeMeo (Ray Liotta, que a esta altura ya tiene memorizado este tipo de papeles) y los problemas generados con otros capos debido a su subordinado Josh Rosenthal (el ex-Friends David Schwimmer, en un rol claramente fuera de su liga), que chupa tiempo sin resolución, y entra en los típicos estereotipos del género, con gangsters que se juntan a molestarse como amigos en oficinas oscuras para luego mandarse a matar al instante. Es una producción que se baña en ese libro de clichés.

Pero, aún con todo eso, la gran falla de la película es la falta de cualquier tipo de exploración en la mente de Kuklinski. Constantemente, los personajes dentro de su vida personal y laboral repiten una y otra vez, respectivamente, “es un gran padre” o “es un tipo sin culpa alguna”. Sin embargo, Vromen y el co-guionista Morgan Land jamás se paran a preguntar cómo fue que se formó esta monstruosidad, ni tratan de encontrar las pistas de violencia en su vida suburbana. Esto queda obvio en un fragmento donde Richard visita a su hermano Joseph (cameo de Stephen Dorff) en prisión. Enfrentado con la única persona que sabe todo lo que hizo, ¿qué se hace? Una mención a la infancia, flashes de su padre abusivo (en su única mención durante todo el film), un choque breve, y listo. La idea de que este corto melodrama sumado a una simple llamada al pasado (llanamente, explicando las cosas con “tuvo un mal papá”) son suficientes para profundizar décadas de trauma es ilusa y frustrante a la vez.

Es por eso que el único sostén del film es Shannon, quien logra encontrar la textura en ambas caras de su personaje, creando a través de los antes mencionados detalles físicos una conexión entre padre y parca. Pero aún así, las ganas de The Iceman por abandonarse para llegar a las partes jugosas lo deja a la merced de un material que no lo merece. Quizás ese sea el peor crimen de todos.