Mi sicario favorito
Ahora que la palabra sicario está de moda, hasta como si pronunciarla tuviera cierto charme, aquí está la historia de Richard Kuklinski, un verdadero adelantado del rubro. En los Estados Unidos, entre los años sesenta y ochenta, mató a más de cien personas y la “facultad” de que no le temblara el pulso (que matara gente como moscas, digamos) le valió el apodo de Iceman, o sea, “hombre de hielo”. Para quienes creen que este patrón viene con los genes, Ariel Vromen, director y guionista, caló unos vagos recuerdos de Iceman mientras era azotado por su padre con un garrote; no se trata de un gran aporte a la criminología, claro, pero vale como atisbo de Vromen para explicarse tamaño desorden mental. La película, en cambio, es mucho más que un manotón improvisado. Todo empieza por el gran, enorme Michael Shannon y otro protagónico de un alma atormentada. A esta altura, es tiempo de dudar sobre la salud del propio Shannon, el único capaz de competirle a Joaquin Phoenix en papeles extremos. Pero Shannon compone cada personaje de un modo único, irrepetible. La acción arranca en los años sesenta, cuando Kuklinski conoce a Deborah, su futura esposa (excelente Winona Ryder), y calibra sutilmente el desbarranque de este hombre hacia el descontrol total, como si el monstruo estuviera agazapado en el cándido inicio sin que nadie, especialmente Deborah, pueda notarlo. Vromen retrata con maestría digna de Coppola la insólita, inexplicable (y sí, repudiable) doble moral del asesino, impiadoso en sus vínculos con la mafia y protector con su familia, al tiempo que marca con dardos la ingenuidad de Deborah, hasta desnudarla en el desenlace, durante el arresto de Kuklinski en 1986. The Iceman es gran film que renueva la fe en un cine norteamericano honesto, intenso y sin artilugios.