Uno concluye el visionado de The Master con el cerebro hecho una esponja llena de líquido: Cargadísimo y drenando. En un momento en el cual gran parte de los films que consumimos se encuentra hipertrofiado de rayos (y centellas), lo mínimo que podemos hacer es agradecer esta generosa cuota de cine puro (que no primitivo) elaborada por Paul Thomas Anderson, un individuo especialista en parir films en base a estados mentales.
Freddie (Joaquin Phoenix, el Marlon Brando de su generación) no vuelve de la guerra: Vive en guerra y gran parte de sus suspiros lo retrotraen a aquéllas playas en las cuales afianzó su adicción a los handjobs intensos y a los cócteles con líquido de frenos. Nunca fué un hombre normal, pero su gris retraído se tornó definitivamente oscuro y violento sirviendo al Tío Sam. Hallará en Lancaster Dodd (estupendo y pecoso Phillip Seymour Hoffman) una figura de autoridad (y por elevación, una institución) a la cual bardear a gusto hasta el momento en el cual la Doctrina Dodd de Autosuperación haga metástasis en sus órganos vitales.
No adelantaremos más detalles de la historia, pero sí confirmaremos que se trata de un proceso terapéutico retratado con máxima eficiencia e intensidad, teniendo en cuenta al analista y al anaizado, antagónicos en físico, fortuna, historia y reacción, aunque no en carácter (ambos se sacan cuando están hinchados las pelotas, aunque uno de ellos sabe controlarlo un poco mejor).
Resulta imposible pretender un desarrollo lineal cuando llevamos adelante una obra cimentada en nuestros recuerdos, impulsos y reacciones. La primer escena del film (una obra maestra en sí misma) nos advierte y nos prepara para un film impredecible y pleno de vaivenes, tal y como sucede en una gran y buena sesión terapéutica. Algo similar ocurre con la banda sonora (Greenwood, calladito como es, sigue acumulando bandas sonoras sobresalientes): Esta clase de musicalización no responde a ritmos a los cuales estemos acostumbrados, nuestros cerebritos esperan un 2 x 4 y reciben cualquier otra cosa, generando un ping-pong de hemisferios que nos descoloca, sometiendo nuestra materia gris a una gimnasia inusual a partir de la cual ya no esperamos nada esquemático y quedamos en una tierna deriva, listos para disparar allí donde Freddie (ó Lancaster) sepan llevarnos. Incluso a la cárcel. Para dejarlo más claro: Nunca un impulso hormonal estuvo tan bien expresado. Y sólo hizo falta un violín y algunos palillos.
Etapa oral bien resuelta.
The Master es la clase de film que no entra en ningún tipo de clase. Se trata de un maravilloso estado mental en el que (al contrario de lo que rezan varios artículos) podemos identificarnos con cualquiera de los protagonistas si nos permitimos superar la incomodidad de la gimnasia inicial. El film se encuentra tan cargado que incluso pasamos de largo tres ó cuatro planos secuencias absolutamente increíbles, en los que los protagonistas (Phoenix primero, y Hoffman después) responden con una ductilidad impresionante, propia de auténticos profesionales. Uno se cansa de leer que Phoenix lleva a su personaje al límite, cuando en realidad el límite no debería vislumbrarse en ningún sitio si estás interpretando a un veterano de guerra trastornado y adicto al tolueno. ¿Qué límite? Sólo hay un límite en el film: Es un accidente geográfico con forma de cocodrilo. Y Phoenix lo pasa a los pedos, con 150 centímetros cúbicos de cilindrada. Ningún límite.
Pocos films son capaces de retratar con tanta pericia lo bien que puede hacerte fumar un cigarrillo mentolado. Lo necesario de ciertas pajas disciplinarias (más si te las hace una Amy Adams fastidiosa con tu forma de ser). Lo revelador que resulta un grito, un golpe ó un beso en la mejilla. Carne de terapia, sin duda. Plastilina sentimental para moldear y reconocer como propia.
Condición inquebrantable: Disfrutar esta sesión en el cine.