El lado B del sueño americano
En The Master, Paul Thomas Anderson, un autor a la europea pero hecho en Hollywood, propone un particular retrato generacional, concentrado en dos personajes que de tan antitéticos no pueden sino atraerse, como polos imantados.
Con apenas seis largometrajes realizados a lo largo de quince años, Paul Thomas Anderson es, a esta altura, una suerte de tótem cinéfilo. Tal vez no a la altura de un Stanley Kubrick, pero sí lo suficientemente esporádico y extravagante como para que cada una de sus nuevas obras sea esperada con una importante dosis de reverencia. En otras palabras, esa rara avis, el autor a la europea made in Hollywood. The Master, gran perdedora a la hora de las nominaciones de los Oscar 2012, es un film excéntrico en más de un sentido. La decisión de rodar en 65mm, un formato virtualmente extinto, hizo agua las bocas de los fetichistas del celuloide, aunque la película poco y nada tiene que ver con los relatos épicos usualmente relacionados con esa tecnología: el film de Anderson es, en gran medida, un drama de interiores. (De todas formas, se produjeron tan sólo 16 pocas copias en 70mm y ninguna de ellas llegará a la Argentina.) Más allá de este aspecto técnico, que semeja a una empresa quijotesca en plena conversión de la industria cinematográfica al digital, The Master no se parece a muchas otras películas de su mismo origen.
Apenas fue anunciado el proyecto, la polémica se instaló sin que Anderson hubiera rodado un solo plano. Pero The Master no podría estar más lejos del retrato biográfico de L. Ron Hubbard, el controvertido creador de la Cientología –la “filosofía religiosa” con altas dosis de autoayuda que tantos adeptos ha ganado en la costa oeste americana– que le sirve de inspiración. El realizador propone en cambio un particular retrato generacional, concentrado en dos personajes que de tan antitéticos no pueden sino atraerse, como polos imantados. Freddie Quell (un Joaquin Phoenix siempre al límite del estallido total) deja pasar los últimos días de la Segunda Guerra a la espera de su regreso a casa: en las primeras escenas se lo ve teniendo sexo virtual con una mujer de arena o preparando tragos con ingredientes poco ortodoxos, incluido el combustible de un navío. Ya de regreso en la vida civil y con un nuevo trabajo como fotógrafo, la emprende a golpes con uno de sus retratados en pleno centro comercial, delante de decenas de clientes. Resulta evidente que su psiquis está bastante maltrecha, pero si Quell es un “loco de la guerra” o ya estaba arruinado de antemano, no es algo que el film descifre. Ni falta que hace.
Anderson sigue a Quell en su búsqueda (o escape) de sí mismo hasta que se topa con el doctor Lancaster Dodd, interpretado por un favorito del realizador, Philip Seymour Hoffman. Dodd es El Maestro, el líder de La Causa, un movimiento que entrecruza la psicoterapia, la fe religiosa y las ansias de superación personal. Ese encuentro, que semeja más un choque estelar, guiará el resto del relato hasta la última escena. Pero antes quedará claro que el inestable Quell, obsesionado con el sexo, el alcohol y la violencia, necesita a su mentor, el aparentemente autosuficiente y procurador Dodd, tanto como éste necesita a su protegido. En realidad, ese “ser primitivo”, el hombre bestial encarnado por Quell está bastante más cerca de Dodd de lo que las apariencias parecen indicar. La suya es una simbiosis fuera de serie, que incluso amenaza con desestabilizar el orden de la particular familia de seguidores del carismático caudillo religioso. Entre ambos, la esposa del Maestro, Peggy (Amy Adams), personaje no sólo relevante sino imprescindible en la historia, mente rectora y racional, el único personaje que parece ser dueño de algo parecido al autocontrol. O tal vez ese sea otro espejismo.
Anderson se niega a ofrecerle al espectador algo parecido a la empatía con sus criaturas, al tiempo que evita una construcción narrativa con arco dramático transparente, dos de los aspectos más estimulantes de The Master. No es éste un film con moralejas o de claras intenciones descriptivas –más allá de la notable reconstrucción de época–, sino una compleja amalgama de emociones, impulsivas y violentas en su mayor parte, que el realizador despliega en capas, por acumulación y sedimentación más que por el tradicional procedimiento de la construcción secuencial y cronológica. Hay algo pesadillesco e inquietante en The Master, que el director convoca sin los excesos de estilo de su largometraje anterior, Petróleo sangriento, aspecto que se hace extensivo a la dirección de actores y al uso de la música, compuesta por el guitarrista de Radiohead, Jonny Greenwood.
El bizarro grupo de familia de The Master se suma a otros creados por P. T. Anderson previamente, desde la troupe porno de Boogie Nights hasta la particular relación padre-hijo que estaba en el centro de Petróleo sangriento. Aquí propone una imagen en negativo del sueño americano de posguerra, con sus relaciones filiales claramente definidas y ese utópico futuro de progreso indefinido, donde la realización personal está a la vuelta de la esquina. Si Quell y Dodd son detritos de una sociedad que comienza a (re)construirse después de la aventura de la guerra, o bien dos de sus esencias constitutivas, es algo que la película no intenta ni desea aclarar. Nuevamente, ni falta que hace.