Un mundo nuevo
El adjetivo por excelencia (a veces por pereza) que suele acompañar indefectiblemente el nombre de Paul Thomas Anderson es, sin dudas, “ambicioso”. Pero casi ninguna de las notas que lo utilizan se toman el trabajo de explicar en qué consiste esa supuesta ambición, descuentan que el lector sabe de qué se habla. En todo caso, se la describe apuradamente como la voluntad del director por contar la historia de personajes bigger tan life, o por cierta monumentalidad de su puesta en escena. Salvo por Petróleo sangriento, en general no comparto esa idea: creo que Magnolia es una película pretenciosa antes que ambiciosa, y que lo que mueve a Noches de placer y Embriagado de amor no es ambición sino interés por los personajes y la búsqueda obsesiva de una forma adecuada para narrar sus desventuras. En The Master la cosa cambia. No noto esa ambición tan mentada en la elección del relato ni en la manera en que la película elabora una estética acorde con su tema, sino en la propuesta un poco silenciosa (pero nunca secreta o inaccesible) de reinventar la imagen, de prácticamente aspirar a resetear el ojo.
Todo sucede a un nivel bastante primario en el que la mirada le gana a cualquier reflejo mental, a tipo de reflexión: el agua del comienzo (y que habrá de repetirse, como un leit-motiv extraño a la narración), celeste, cristalina, que se abre en cámara lenta por el paso de una lancha, resulta subyugante y ofrece un placer solo visual que se resiste a toda clase de interpretación posterior. El protagonista atormentado, Freddie Quell, lejos de estar inmerso en un mundo terrible, oscuro y siniestro, se encuentra rodeado de un sol cegador, colores vivos y es presentado en un paisaje casi de ensueño: una playa donde soldados estadounidenses, tras conocerse el fin de la guerra, se dedican despreocupadamente a jugar, divertirse y emborracharse. El malestar de Freddie no necesita subrayados, alcanza con hacerlo surgir en medio de ese paraíso. Anderson nos obliga a reacomodar la percepción; la desesperación no se enmarca con claroscuros ni tinieblas sino con los contornos de un brillo y una paleta artificialmente hermosos.
El director se enamora de su personaje y de su actor, y no puede parar de filmar su cara, de encuadrarlo e iluminarlo de la mayor cantidad de maneras posibles: la película parece querer redescubrir las posibilidades fotográficas del rostro, y no se cansa de recorrer el relieve de los rasgos demacrados y complicados de Joaquin Phoenix, el destello de sus ojos agotados, el pelo grasoso y escaso que corona su cabeza afiebrada. Lo mismo vale para su interpretación: la gesticulación exaltada de Phoenix, su lenguaje corporal errático y exagerado, sus accesos de furia repentinos y a veces impredecibles, sus risas inseguras y algo tontas; la película nos pide que pongamos en suspenso las nociones de actuación que tenemos, que nos olvidemos por un rato de lo que consideramos excesivo y de lo que entendemos por contenido. Nos pide eso porque The Master crea un mundo en el que Freddie y su figura torturada e impulsiva hallan un lugar sin desentonar con el resto, o desentonando justo en los momentos que hace falta, cuando en realidad ese es el papel que se espera que cumpla (el hombre angustiado y fuera de sí que compone Phoenix no tiene nada que ver con el griterío o la ampulosidad de malos actores como Sean Penn, que accionan sus descalabros emocionales en películas narrativamente estándar y que son incapaces de contenerlos, de encontrarles un lugar).
Todo cobra un sentido distinto cuando Lancaster Dodd empieza a aplicar su tratamiento sobre Freddie. Ejercicios mentales y físicos, terapia, hipnosis, todo apunta a recordar fragmentos de memoria olvidados y a aprender de nuevo a conocer el mundo; indagar en el pasado más traumático y a la vez preguntarse por la calidad de los materiales que roza la mano. En la escena en que Freddie es obligado a caminar de un extremo a otro del salón, apoyando su mano contra una pared y una ventana y tratando de definir lo que siente mediante el tacto, el director devela su propuesta: el espectador es como el protagonista, llevado por la película a redescubrir a través del ojo el color y la luz de las cosas, su textura y sus contornos, todo a través de una imagen que, aunque cinematográfica, tiene como programa ser algo distinto del cine, al menos del cine que conocemos y de sus convenciones visuales. Así, la escena en que Freddie trabaja de fotógrafo funciona como alarde de virtuoso pero también como manifiesto: la gente posa esperando la foto y la película copia con una fidelidad y una minucia impresionantes una imagen obtenida en los 50’. Solo que un color excesivo y una luz demasiado fuerte que terminan por desencajar la mímesis, como si el director no estuviera tan interesado en la reproducción visual de una época como en la lenta deformación de la misma, y en el proceso invitarnos a mirar de nuevo, como si fuera la primera vez, esa estampa de la década del cincuenta que es y no es, que se parece pero que también es distinta.
Así como Freddie toca muchas, muchísimas veces la misma pared al tiempo que debe describirla en voz alta, Anderson (cual Lancaster Dodd) nos ofrece el plano del agua en más de una ocasión, incluso cuando la narración no lo justifica. Esa agua es nueva, es hipnótica, no se parece ni se mueve como ninguna que hayamos visto en una pantalla de cine. Más allá del paralelismo, lo cierto es que Freddie es un desesperado y Dodd trata de curarlo con un método polémico que la película se abstiene de juzgar (es decir, que no condena pero tampoco aprueba), mientras que las intenciones de Anderson son otras. La famosa ambición del director, en The Master no se limita solo al retrato de una época o de un apócrifo fundador de la Cientología, sino que se cifra en esa voluntad de volver a descubrir las cosas del mundo, y junto con ellas también la mirada que las barre y el velo del cine, que las separa pero también las conecta en formas nuevas e impensadas.