Lo bello y lo bestia
Paul Thomas Anderson, el gran cronista del malestar en la cultura norteamericana, vuelve a entregar, como en Petróleo sangriento (2008), una película que está a la altura de sus ambiciones desmedidas, y que bien puede tener destino de clásico.
Y lo hace con un notable aprovechamiento de todos los recursos disponibles. Desde la bella y nostálgica fotografía de de Mihai Malaimare a la extraordinaria y disonante música de Johnny Greenwood, dos puntos altos que contribuyen a generar un clima enrarecido que atraviesa toda la trama, eludiendo cualquier fórmula, para incomodar y fascinar a la vez. Cosa que también consiguen las interpretaciones de Joaquin Phoenix como un errático veterano de guerra y Philip Seymour Hoffman como el seductor líder de una secta claramente inspirada en la controvertida Cienciología. Basta con ver la escena del interrogatorio en la que el personaje de Phoenix responde a todo que no, pero cada gesto y cada demora al contestar dicen más de él que lo que pueda llegar a hacer explícito con palabras.
Desde ese momento, Anderson comienza a construir un hipnótico juego de dependencias entre maestro y discípulo que termina desdibujando las referencias y las certezas que ambos creían poseer. Y lo hace de una forma tan intensa y sinuosa a la vez que no es comparable con ninguna otra película que provenga del Hollywood actual, solo con su propia obra anterior.
Que la acción transcurra en los años ´50 resulta clave para sostener esa mirada ácida del director sobre el lado oscuro del sueño americano.