Vamos juntos a la par
Puede que a las películas de Paul Thomas Anderson le sobren minutos pero jamás ideas como para justificar su condición de autor cinematográfico, sin caer, claro, en la araña fantasmal que dicha noción suele atraer. Allí están los films para confirmar una serie de rasgos temáticos y formales que lo posicionan como uno de los directores norteamericanos más originales e interesantes de la actualidad. The master no es sólo una exquisita galería de actuaciones memorables sino una suerte de depuración estética respecto de trabajos anteriores, a la vez que una enriquecedora lectura de la tradición, con mirada propia. De sus relatos corales, donde la figura de grupo operaba con fuerza en tramas novelísticas abiertas (Hard Eight, Boogie nights, Magnolia) al estilo de un Robert Altman, pasamos a la actualización de la comedia absurda de un Jerry Lewis (Embriagado de amor), como a esa especie de megalomanía característica en el Erich von Stroheim de Avaricia (especialmente visible en Petróleo sangriento), hasta esta última producción, deudora, en más de un sentido, del cine de John Huston (siempre presente en los rezagados del éxito, fuera de tiempo). Pero si algo comparten las dos últimas es el recorte de un par de personajes para dejar como fondo siempre la idea de grupo. The master se basa en el líder de la cienciología, esa secta de elite que le saca dinero a las estrellas hollywoodenses; lejos de someterse a los designios de lo biográfico o de la contextualización histórica explicada (apenas se filtran algunos datos a través de radios), Anderson se concentra principalmente en la relación que el personaje de Seymour Hoffman sostiene con un inadaptado, un fuera de ley y de todo orden establecido, interpretado magistralmente por Joaquin Phoenix.
Luego de un prólogo acelerado por el montaje de imágenes poderosas (recurso caro al director), la película nos embarca en la particular afinidad de estos dos seres que parecen predestinados a ser las dos caras de una misma moneda, como si se conocieran de toda la vida. Ahora bien, desde un principio, el mismo vínculo de atracción/repulsión que mantendrán se traslada al juego del director con el espectador, capaz de quedar subyugado por las hipnóticas imágenes en pantalla pero sin lograr una empatía absoluta con los personajes. En este sentido, la habilidad de Anderson radica en construir una poética de distanciamiento en la forma en que mira (y nos muestra) a sus criaturas como en la música que elige para acompañar los tramos que parecen ser de mayor tensión. A esto hay que sumarle la duración por momentos extendida de cada plano, o los efectos de repetición en los duelos dialécticos y corporales a base de tortuosos interrogatorios, propicios para generar una sensación de incomodidad aún cuando la estética visual sea deslumbrante.
En relación al conflicto, hay un tenaz descentramiento, basado en líneas de fuga narrativa emparentadas tal vez con el movimiento de las olas en ese mar irresistible del comienzo o las huidas en moto por el desierto en una instancia culminante de la historia. Que el conflicto no sea el centro es la manera de insistir con el conocimiento mutuo de los dos personajes en un trabajo notable sobre lo vincular: la sensorialidad animal de uno frente a la conflictiva espiritualidad del otro. No hay espacio para la razón en este encuentro; ambos son embusteros: uno con los tragos que prepara, el otro con la falsa prédica. Comparten las prácticas impulsivas, improvisadas, y tienen también su encanto hacia los demás, hasta el preciso momento en que develan su extraño proceder (dos escenas memorables al respecto: Phoenix como fotógrafo que desata su violencia contra un cliente y Seymour Hoffman derribando el mito de sus ideas de líder sectario ante una curiosa Laura Dern). La relación maestro/discípulo es retomada por Anderson en The master como si fuera la resultante de fuerza irracionales, predeterminadas, y escenificada en el encuentro de palabras y cuerpos hasta límites casi inaceptables. La cámara enaltece a los personajes con contrapicados, mantiene la distancia para los juegos afectivos y se acerca para sus contiendas verbales como físicas, pero jamás los desprecia. Por ello, es una mirada atenta, que nunca suelta al espectador, sin necesidad de manipular explícitamente.
No obstante, más allá de la riqueza en el armado de climas como en la construcción de los personajes, existe un componente residual ligado a la sensación que deja el film y que se liga con la naturaleza del dispositivo cinematográfico en tanto mecanismo capaz de generar marcas oníricas. The master pertenece a esa clase de películas donde la tensión entre el registro de lo real y el rasgo alucinatorio conviven en el mismo campo, al punto que ciertas formas visuales y sonoras quedarán insertas en las retinas/oídos por largo tiempo. Un misterio, difícil de explicar, que se vivencia con las grandes obras.