The Master

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

No hay camino, sino estelas en la mar

Freddie Quell es un veterano de la Marina de la II Guerra, con una serie de problemas psicológicos y familiares que vienen de antes de los traumas bélicos. Aunque los doctores de la fuerza le prometan como a los demás las posibilidades de la reinserción en la sociedad, su personalidad errática, violenta y por momentos hipersexuada, su afición a destilar y consumir bebidas alcohólicas destiladas de las peores toxinas, y hasta su presencia física rara y algo bestial le impiden aferrarse a algo o alguien.

Hasta que un día se mete borracho en un barco, clamando por trabajo. Allí conoce a Lancaster Dodd, quien se le presenta como “un escritor, un médico, un físico nuclear y un filósofo teórico. Pero por encima de todo, soy un hombre, un hombre irremediablemente curioso, igual que tú”. Dodd es el fundador de “La Causa”, una especie de secta pretendidamente científica cuya terapia principal es la recuperación de recuerdos de vidas pasadas a fin de desactivar traumas y “programas” que afectan la actual encarnación.

Rápidamente, el “maestro” encuentra en Freddie un conejillo de Indias interesantísimo para poner a prueba sus técnicas, y Freddie encontrará en “La Causa” algo parecido a una pertenencia, lo que lo llevará a convertirse por momentos en matón, y de alguna forma lo ayudará a lidiar con algunas cosas no resueltas (ir a buscar a alguien de su pasado, fundamentalmente).

Pero en algún momento llegará el distanciamiento, fogoneado por algunos seguidores de “La Causa”, especialmente Peggy, la joven y dura esposa de Dodd.

Redenciones

Paul Thomas Anderson se mete sin referencias “directas” (alguno dijo: “Como el Charles Foster Kane de Orson Welles está inspirado en William Randolph Hearst”) con la Iglesia de la Cienciología de L. Ron Hubbard. No sólo por el personaje del “maestro”, sino por la terapia de vidas pasadas, el diálogo con un “auditor” y la búsqueda de programas condicionantes -“engramas”, para los cienciólogos-. (De seguro, a Tom Cruise y John Travolta esta película les resultará poco graciosa).

El director y guionista ha reconocido que tomó entre sus influencias el documental “Let there be light”, que John Huston hizo sobre la rehabilitación de soldados. Esto puede ser para toda la primera secuencia de la vida militar y post-bélica, pero aclaramos (sin contar demasiado) que los problemas de Freddie distan de haber comenzado con la guerra, y que lo más probable (como se ve un poco en las escenas del comienzo) es que haya atravesado esa experiencia como todas las otras de su vida.

Por lo demás, si el espectador espera encontrar un argumento que lleve a alguna parte, quizás se sienta decepcionado: la historia, con un ritmo algo moroso, pasa por la contradicción dialéctica entre “redentor” e irredento, y quizás el final lo deje con cierto gusto a poco. Pero quizás es la forma que encuentra el autor de reflejar “un fragmento de vida”, la materia prima de la existencia, la sucesión de eventos que la conforman.

“Si encuentras una manera de vivir sin servir a un master (amo/maestro), cualquier master, deja que el resto de nosotros lo sepamos, ¿quieres? Porque serías la primera persona en la historia del mundo”, le dice el “maestro” a Frankie, desde cierto sincero interés en ayudar (a su manera) a quien anda por el mundo como “bola sin manija”, tanto desde la perspectiva de “La Causa” como desde la del pensamiento ordinario de la sociedad.

Y tal vez ésa sea la forma de Frankie de hacerlo, seguramente sin pretenderlo... pero tampoco es un camino que pueda traer felicidad... o sí: tendríamos que ver un poco más de metraje después del final, para saberlo...

Lecciones actorales

Donde Anderson muestra maestría es en la elección del elenco, especialmente en los dos roles protagónicos. Joaquin Phoenix da cátedra como Freddie, a través de un trabajo corporal pleno: la postura encorvada y algo ladeada; una forma de hablar ladeada que saca partido de la cicatriz de su labio leporino; la mirada bestial, llena de furia y traumas contenidos; las explosiones de furia con fuerza descomunal (se suponía que en la escena de la celda, el inodoro no debía romperse); la capacidad de sostener unos diálogos de gran complejidad.

Del otro lado del mostrador, está Philip Seymour Hoffman, uno de los actores fetiche del director: su Dodd es una mezcla de piedad, charlatanería, encanto, soberbia y por momentos cierta sumisión a Peggy, que por cierto está en las buenas manos de Amy Adams, quien ya había demostrado que era una actriz gigantesca en “El ganador”, capaz de hacer los personajes más duros. Peggy es un halcón detrás de los modales suaves y los vestidos recatados: sólo hay que saber ver a través de sus ojos.

Por lo demás, la puesta visual, más allá de la delicada reconstrucción de época de la dirección de arte, pone el rodaje al servicio de esas actuaciones: primeros planos para los diálogos, para capturar mejor esos rostros; planos generales para las escenas más físicas; tomas luminosas para las escenas del mar; y la estela del barco que se repite en todos los viajes, tal vez una imagen del tránsito vital y una estela que se deshace rápidamente.

Así, concreta Anderson uno de sus proyectos más personales, y quizás por eso menos tenido en cuenta por los premios y el público. Y eso también es parte de la vida.