Comunión de ángeles caídos
Artificio digno de un realizador dispuesto a ocupar sus propios casilleros en el esquema siempre digitado de la industria del cine norteamericano, The Master, como las películas anteriores de Paul Thomas Anderson (Petróleo sangriento -2007- y Embriagado de amor -2002-, entre las últimas), resulta una pieza única. Esta unicidad se debe sobre todo al entramado argumental, pero no menos cierto es que su tratamiento formal, aunque convencional en su elección estética, también aporta hallazgos que funcionan sincronizadamente con la materia viva de esta singular historia.
Anderson logra construir en The Master un relato complejo, duro, impredecible, de una estructura sutil y huidiza, que se afianza a medida que el entramado abre posibilidades impensadas en la sucesión de hechos; en cada atajo la dimensión de la epopeya de los dos protagonistas, el maestro sanador y su discípulo enfermo, dos ángeles caídos que se descubrirán sin redención, va adquiriendo una espesura que alberga una infinita oscuridad, un tinte opresivo y vanidoso que tiñe un camino falsamente sembrado de esperanza.
Basado en el inicio del culto de la Cientología y en el personaje real de L. Ron Hubbard, su creador, el relato se ambienta a comienzos de los ’50, en el florecer de una sociedad estadounidense que volvía de ganar la Segunda Guerra y de perder muchos de sus hijos allí, una herida que no cerraría nunca. Una parte considerable de los soldados volvía con algún desquicio mental, aunque Freddie Quell, el personaje al que anima con increíble destreza Joaquin Phoenix, venido de esa guerra cruel en el presente de esta ficción, parecía traer consigo desde siempre un extrañamiento esquizofrénico traducido en una intempestiva irresponsabilidad para andar su vida. En uno de esos vericuetos a los que lo conducían sus conductas anonadadas y caprichosas, cada vez descendiendo más los peldaños de las suertes laborales –de fotógrafo en grandes tiendas a cosechador de repollos–, con una latente e insatisfecha carga sexual a cuestas, Quell se topará con ese líder carismático, pleno de entrega y bonhomía en su calculada humorada gestual, disparándose en ese cruce un cortocircuito de humanidades alternas que van a fundirse y separarse en un tácito pacto sustentado por la engañosa filosofía religiosa que propugna el maestro Lancaster Dodd.
Esta línea de teoría curativa tendrá su galope tendido en las estrategias con las que el maestro se afanará en sanar el alma enferma de Quell –un alcohólico con brebaje propio y un estresado comportamiento sexual–, tan insensible para alcanzar los efectos bienhechores de la templanza. Sin embargo, Quell tendrá para el maestro el mismo efecto revitalizante que éste busca para su protegido; será utilizado para actuar las bondades del culto y será para Dodd el hilo de esa cuerda que tira sin cesar hasta ir variando los preceptos de superación que construyó con su doctrina en una incierta búsqueda de avance.
La particular comunión de estas almas tendrá su cenit de profundo hastío y una andanada de palpitaciones generosas; se irá conformando más allá de la familia del líder y de sus seguidores, involucrando a la mujer de Dodd, que con perversa insistencia en su idea sobre cómo debe funcionar la empresa de autoayuda familiar apela a toda clase de artilugios para mantener la casa en orden.
Es The Master un film construido en el tanteo de estas relaciones y entre éstas y el contexto de una sociedad creída en su opulencia y en su capacidad invencible para alcanzar la materialidad de sus sueños; el relato posee una violencia estertórea, velada –a veces explícita y sin dirección definida–, un ritmo que podría decirse épico en su intrínseca batalla de emociones y alterados subterfugios que ponen en el centro de la escena a dos náufragos –en sitios distintos de una misma balsa– condenados a ahogarse en el lastre de un mundo disfuncional.
Como suele suceder en buena parte de los films de Anderson con los grupos o familias que comulgan conjuntamente en pos de algún designio (Boogie Nights -1997-, Magnolia -1999–), los individuos que los integran parecen no enterarse de la descomposición en la que están sumidos.