Paul Thomas Anderson ya no es el de las historias corales de Magnolia y Juegos de placer. Más allá de esa rara avis que en su carrera suponía Embriagado de Amor, el joven cineasta estadounidense parece haber encontrado un nuevo modelo narrativo en su obra, una estructura por demás puntillosa, a partir de Petróleo sangriento. Con The Master, Anderson lleva aquella premisa hasta extremos inéditos. Formalmente, su estilo de autor se torna cerebral y meticuloso, lo que parece importarle es recrear una atmósfera de lugar y de época merced a una estrategia ajena a la de sus primeros films (superpoblación de personajes, de situaciones). Aquí se impone, por el contrario, un esquema de relato consistente en la supresión paulatina, cuyo fin reside en el privilegio de una atmósfera enrarecida, absurda, obsesiva en cuanto a sus detalles y matices. Petróleo sangriento no entregaba certezas sobre la cruel naturaleza de su protagonista, aunque la acción se desarrollaba de manera lineal, clásica si se quiere. Nada de ello ocurre en The Master, donde la forma elegida es la parábola, recurso kubrickiano por excelencia. El director de La naranja mecánica, de hecho, empleaba ese encaje en servicio de su visión nihilista del mundo, reflejada en la condición innata de sus antihéroes, mientras que en este caso la trama exhibe, respecto a sus propósitos, un carácter impreciso, confuso.
En 1950, Freddie Quell (Joaquin Phoenix) acaba de volver de la guerra. Trastornado y alcohólico, su andar errante y el azar lo llevan a conocer al líder espiritual Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), con quien entabla una tormentosa amistad. Dodd, también conocido como “El Maestro”, es el creador de una extraña filosofía de autosuperación a la que bautizó La Causa, por medio de la cual intentará curar los tormentos del recién llegado. Si bien éste nunca termina de comprender de qué va la prédica de su nuevo compinche, no duda en embarcarse con él, su familia y sus seguidores en un misterioso crucero a lo largo de la Costa Este.
Muy a menudo, las elecciones temáticas de Anderson parecen estar guiadas por la curiosidad que le despiertan ciertos personajes de la mitología americana reciente. Noches de placer adaptaba, happy ending mediante, la leyenda del inolvidable John Holmes. The Master hace lo suyo con L. Ron Hubbard, controversial fundador de la Iglesia de la Cienciología. Si el director hubiese intentado aproximarse con mayor pretensión de fidelidad a la figura de Hubbard, quizá habría logrado eliminar las contradicciones del guion, ya que, si algo caracterizaba al astuto autor de Dianética, era precisamente su fenomenal capacidad para ganar dinero. ¿Qué podría haberlo llevado a interesarse en un revoltoso fracasado como Quell, y más aún, a incorporarlo a su círculo íntimo? Por otra parte, es de suponer que “El Maestro” original, responsable de un imperio en ciernes por aquellos años, jamás habría perdido la calma ante el cuestionamiento de un solitario escéptico frente a la alta sociedad neoyorquina, como muestra el film. Son éstas las circunstancias diegéticas que hacen del último trabajo de Anderson una narración oscura, descabellada, incoherente.
Ahora bien, ante todos los pronósticos, la cosa funciona. Phoenix y Hoffman (y una demacrada Amy Adams, de excelente performance) se hacen carne en las contradicciones mencionadas y salen fortalecidos, sobre todo el primero. El de The Master es un mundo degenerado y repugnante, opuesto a la estampa idílica, tantas veces proyectada por Hollywood, de la América de posguerra, con sus héroes quiméricos y sus banderas flameantes. Este planteo aparece ilustrado a través del enfermizo personaje de Quell, cuyas visiones pornográficas nunca dejan de lado la repulsión de la carne en varios de sus aspectos –la escena en que imagina desnudas a las seguidoras de Dodd resulta, sin duda, perturbadora–. A fin de cuentas, Anderson se vale de un depuradísimo poder descriptivo, reforzado en cada plano por la maniática banda sonora de Jonny Greenwood y la fotografía de Mihai M?laimare, para la confección de una historia rara, chocante, incómoda y repleta de angustia, que acaso requiera más de un visionado para su justa aprehensión.