Antes que nada sí, vale la pena ver esta película, el nuevo trabajo de uno de los directores más intensos y creativos del Hollywood actual, Paul Thomas Anderson. Que, no cabe la menor duda, tiene como empresa realizar una especie de psicoanálisis de los mitos estadounidenses a partir de personajes intensos y de las imágenes más que de las palabras. Eso fueron Boogie Nights, Embriagado de amor y Petróleo sangriento. Aquí narra la historia de un veterano de la Segunda Guerra Mundial (un tenso Joaquin Phoenix) que termina como asistente de una especie de perdicador -o un charlatán- interpretado por Phillip Seymour Hoffman. El contraste entre ambos personajes es evidente en la superficie y relativo en el fondo, y ese doble juego es justamente lo que analiza plano a plano Anderson, que parece llevar al extremo el ejercicio de rodar con tensión absoluta cada secuencia que, alguna vez, fue la marca distintiva de Martin Scorsese. Pero lo más interesante es cómo el realizador va trazando, film a film y como si se tratase de una enciclopedia, el mapa del malestar americano, de sus taras, sus complejos y sus psicosis. Si la película no es una obra maestra, se debe a que hay un exceso de planificación: por momentos, se “nota” que el director hace prestidigitación con la cámara o los planos, que los actores, en un “plus” de intensidad, “están actuando”. A pesar de ello, una película diferente de la mayoría que aparece en nuestras pantallas, para tomar o dejar.