Las grandes ambiciones de un maestro del cine
Un gran autor norteamericano dispuesto a doblar la apuesta con su genio incorruptible. Una película alejada de todo cálculo o contención. Paul Thomas Anderson y la notable The Master.
Todo empieza con una pantalla en negro y con el ruido de las olas del mar. En realidad, el ruido de los remolinos formados en la estela de un buque de guerra. Espirales que, como el moño de Vértigo, advierten al espectador de que está a punto de embarcarse en una aventura sinuosa e imprevisible; incluso onírica. Y es que, a pesar de su espíritu analítico, The Master, la nueva película de Anderson, se recuerda como un sueño febril, una pesadilla habitada por bestias salvajes. A un lado del ring, Joaquin Phoenix como el taciturno, encorvado y alcoholizado Freddie Quell, un hombre incapaz de reacoplarse al orden social tras su participación en la Segunda Guerra Mundial; aunque resulta difícil imaginar que Freddie pudiera ser un chico “normal” antes de su paso por la Marina: el tipo es un animal, una bestia tosca y primitiva que se mueve por instintos básicos. Y, en el otro lado del cuadrilátero, Philip Seymour Hoffman como Lancaster Dodd, el Maestro del título (inspirado en la figura de L. Ron Hubbard, el creador de la Iglesia de la Cienciología): un hombre que, como el Tom Cruise de Magnolia, aspira a (re)inventarse a sí mismo y rodearse de seguidores rendidos a su expansivo poder de seducción.
En gran medida, The Master es una película sobre la atracción que se establece entre estos dos hombres; casi una adicción mutua. Ambos aspiran a entenderse a sí mismos a través del otro. El Maestro ve en Freddie la prueba definitiva para su poder de sugestión, mientras Freddie encuentra en el Maestro y su corte a una de esas familias adoptivas que abundan en el cine de Anderson. No es sólo una cuestión de amistad o de camaradería masculina (expresada en miradas cómplices y abrazos efusivos, un poco a la manera de Maridos, de John Cassavetes): también hay sometimiento y dominación, la fuerza del macho alfa que aspira a imponer su fortaleza tosca y maléfica. “Do you find interest in people?”, le pregunta el Maestro a Freddie en uno de su agresivos interrogatorios (parte del proceso de asimilación a The Cause, el culto “cienciológico”), Y Freddie contesta: “Not really”. El diálogo, casi palabra por palabra, estaba en Petróleo sangriento, la película de Anderson que más se parece a The Master: ambas se encierran a cal y canto en el rincón más oscuro del alma humana, refractarias a toda forma de nobleza o ternura. De hecho, entre las muchas razones que hacen de estas películas objetos anómalos en el contexto del cine norteamericano actual, destaca su negativa a ofrecer al espectador ningún tipo de asidero emocional. Son films en los que resulta casi imposible empatizar con ningún personaje (quizás por eso, aquellos que crecimos identificándonos y queriendo a las criaturas de Magnolia o Embriagado de amor somos incapaces de experimentar estos films como experiencias completamente satisfactorias).
Y, sin embargo, a pesar de los muchos parecidos entre las dos últimas películas de Anderson (el pirotécnico histrionismo de Phoenix remite casi directamente al de Daniel Day-Lewis), The Master parece algo completamente nuevo en la trayectoria del director de Boogie Nights: Noches de placer. Y esa diferencia viene marcada, sobre todo, por la languidez interior del personaje de Freddie Quell. Todas las películas de Anderson hasta la fecha poseían una suerte de enérgica determinación que supuraba del interior de sus personajes: incluso el apocado Barry Egan encontraba una dirección, un impulso vital, en su amor por Lena. En The Master, Freddie es un personaje abatido, insalvable, consumido por los traumas, el dolor y la estupidez. Su relación con el Maestro trae algo de luz a su vida, pero su sino es el vagabundeo existencial. Y, detrás de él, va la película, que parece ir a la deriva (un poco a la manera de Michelangelo Antonioni), merodeando por la realidad de Freddie a golpe de elipsis y algún que otro flashback esporádico. A ratos, la película adquiere fuerza, electricidad, como en su mejor pasaje: aquel en el que Freddie acepta ser adoctrinado (de forma más bien brutal) en los mandamientos de La Causa y debe luchar contra su falta de fe. Sin embargo, esta secuencia monumental no forma parte de ningún crescendo prolongado: The Master posee una estructura difusa, voluble, con subidas y bajadas, pero sin un arco dramático definido. Se impone la fragmentación, la espiral narrativa: The Master existe para ser habitada, y luego abandonada con un regusto amargo en la garganta.
En una de las primeras grandes escenas de The Master, escuchamos en la banda sonora un discurso en el que Douglas MacArthur anuncia el inminente fin de la Segunda Guerra Mundial, mientras Freddie, vestido con el uniforme de la Marina, se las apaña para abrir una enorme bomba y extraer de ella una sustancia alcohólica que primero beberá directamente del explosivo y luego (intuimos que) utilizará para afinar sus dotes de destilador. The Master transcurre durante la posguerra, un período de esperanzas, luto y desconcierto en el que surgieron nuevos cultos que, entre otras cosas, aspiraban a llamar la atención de los traumatizados soldados llegados del frente. En este sentido, Paul Thomas Anderson desempolva a conciencia algunos escenarios del pasado americano.
En su primer trabajo después de la guerra, Freddie se dedica a retratar a familias en unos grandes almacenes: las instantáneas, tratadas como deslumbrantes tableuax vivants, evocan una versión idealizada del sueño americano que remite al universo de Norman Rockwell. Más adelante, apoltronado en un bellísimo cine que parece sacado de un cuadro de Edward Hopper, Freddie medita sobre un amor perdido: la única luz en su patética existencia. Además, Anderson explicó que utilizó el documental Let There Be Light (1946), de John Huston (se puede ver aquí), como referencia para las escenas del tratamiento que recibe Freddie contra el estrés postraumático en un hospital militar.
En resumen, uno tiene la impresión de que Anderson aspira a dejar una huella indeleble en el gran relato fílmico de la Historia Americana. El director puede tener muchas virtudes, pero la humildad y la discreción no están entre ellas. Su ambición parece ser la de colocar a Freddie y al Maestro al lado de, por ejemplo, el Fred Derry (Dana Andrews) de Los mejores años de nuestra vida (1946). Cuando recordamos a Derry, le vemos deambulando por aquel cementerio de aviones de guerra, perdido entre despojos de la guerra, a punto de emprender su camino a la redención. Sin embargo, cuando de aquí a unos años recordemos a Freddie, lo que nos vendrá a la cabeza será seguramente su rostro desencajado, en primer plano, siempre al borde de la carcajada demente, con el mentón apuntando al frente y un gesto de sospecha y amenaza: una imagen recurrente de la película que, en algunos momentos, me transportó enigmáticamente a la fuerza arrolladora e inquietante del expresionismo alemán. Queda claro que Anderson piensa a lo grande, pero con un nivel de libertad y riesgo asombrosos. Más allá del revuelo mediático que puedan despertar las buenas críticas y su relación con la Cienciología, parece difícil que una película tan compleja como The Master pueda cautivar al gran público.
Rodada en el casi obsoleto formato de 70mm -el último film hecho por completo con este tipo de película fue Hamlet (1996), de Keneth Branagh-, The Master conjuga una suerte de épica intimista a la que le gusta concentrarse en primeros planos, aunque también es capaz de recrearse en paisajes exteriores. Una buena muestra de ello la encontramos en la enigmática y aislada secuencia en la que Freddie y el Maestro se adentran en un desierto rocoso para recuperar los “textos no publicados” del líder de The Cause. Pioneros en un mundo que reniega de ellos, los protagonistas de The Master nos llevan a lugares que probablemente no querríamos visitar. Paul Thomas Anderson, ese director que obsesiona a tantos cinéfilos de mi generación, sigue evolucionando como cineasta sin miedo a dejarnos atrás. Por ello, debemos estarle doblemente agradecidos.