Hay ficciones en las que parece que no pasa nada, pero pasa. Y pasa mucho. Tengo una sana envidia con quiénes logran ese recurso, entre ellos Paul Thomas Anderson. The Master es una película que empieza y termina en un clima de incertidumbre del espectador, una sensación fuerte de inminencia, de caminar al borde del abismo. Y hay en ese logro un trabajo importante del director, facilitado ciertamente por tres actores increíbles, Joaquin Phoenix, Philip Seymour Hoffman, y Amy Adams. Los dos últimos ya habían prefigurado un dueto increíble en “La duda”, y lo confirman encarnando a la pareja Dodd, el mesiánico líder de una secta y su mujer, tan fanática como él, pero ambos convencidos y comprometidos con su propio relato, la única manera posible de hacer creíble la fe o acaso un engaño. Y en manos de ellos cae Freddie Quell, un alcohólico que vuelve de la guerra -con todo ese horror en la espalda-, interpretado claro por Phoenix, cada vez mejor, cada vez más actor. Y aquí me detengo con el argumento, porque si hay algo realmente exquisito de esta película, es su vocación contra intuitiva, nunca sabremos que va a suceder en lo sucesivo, como la vida misma, volviendo quizá a la vieja y buena costumbre del cine de imitarla como se debe, es decir, de mostrarla inevitable e impredecible. “The Master” es una joya, un cubilete de personajes que pueden ser todos perversos y a la vez vulnerables, y descansando durante 144 minutos sobre una corriente de belleza argumental que fluye sin descanso, pero a la vez con armonía y precisión. Todo se ve. La desesperación humana, la fractura que provoca la guerra en la razón, la podredumbre de una sociedad que tuvo que reinventar sus deseos y sus creencias en la posguerra.
Las escenas que comparten Seymour Hoffman y Phoenix son memorables, el primero con los cambios de ánimo en un mismo diálogo, el segundo verbalizando respuestas que su mirada contradice, ambos cómplices de este juego. La historia alcanza por momentos una gran intensidad, sin recursos físicos ni torceduras argumentales, tan sólo guión y actuación, cine en estado puro.
Más allá de los artificios de la Academia que la motivan a premiar o no a una película, este film de Anderson es una cosa seria.