La fiesta constituye un espacio arquetípico en el que se produce la expansión, la catarsis, la expresión de emociones y sentimientos acallados. Momento de éxtasis, en todas las culturas posee una significación sacra, incluso en sus versiones más seculares. Es por ello que, cuando en una película se llega al momento de la fiesta, sabemos que entonces se experimentará un momento de transición, de giro.
The Party es una película teatral que transcurre íntegramente durante la celebración íntima del nombramiento de Janet (Kristin Scott-Thomas) como Ministra de Salud, en una exigida carrera política. Transcurre casi en tiempo real y en una sola locación, típico huis clos: la casa de la ministra, su living, cocina, baño y patio. Allí se reúne un grupo de amigos junto a ella y su marido: todos llegan con sus historias y sus problemas, que se imponen al festejo. Casi todos guardan algún secreto, que se irán develando, en sucesivos giros y sorpresas, hasta llegar a la revelación final, magistral, que le confiere a la obra una estructura circular.
El film es extremadamente austero y sintético: unidad de lugar y tiempo, pocos personajes, una excelente selección de música sólo diegética, fotografía en blanco y negro, y 71 minutos de duración. Y nunca la sentimos teatral, es cine puro y se siente espontáneo. Los diálogos son brillantes, ágiles y filosos; las actuaciones admirables, en un elenco de primera. Patricia Clarkson como la amiga fiel (el tema de la fidelidad es clave en el film), incondicional y muy cínica, radical y descreída de todo, es quien aporta la reflexión sobre política y liberalismo, sobre el idealismo de una generación que se ha vuelto realista; su marido, un exótico Bruno Ganz trasplantado a Gran Bretaña, es un sanador new age algo budista que abomina del sistema de salud que esta ministra ha de sostener; Emiliy Mortimer y Cherry Jones componen la pareja lesbiana, con años de amistad; Cillian Murphy, el outsider que nunca falta; y Timothy Spall como el marido de Janet en estado crítico. Hay dos ausencias que tienen su peso: la de Marianne, adjunta de la ministra, y la del personaje que le envía insistentes y enamorados mensajes de texto. Entre ellos han de desarrollarse tensiones extremas, tragedias inesperadas de las cuales no es ajena una pistola que cambia de mano.
Sally Potter –amante de la música, directora de La lección de tango, y que incluye un tema de Pugliese en los títulos finales- maneja el sentido del ritmo de manera impecable, acompañado del expresivo uso de la luz, en esa tarde amable que deviene noche trágica. Las reflexiones sobre liberalismo, capitalismo, burguesía y postfeminismo se cruzan con esas revelaciones personales, íntimas entre las parejas, temas muy complejos y contradictorios subyacen en el guión de una comedia que parecía liviana. Pero no lo es.