La británica Sally Potter (Orlando, La lección de tanto) hace teatro filmado, en blanco y negro, para narrar el encuentro explosivo entre un grupo de personajes. Convocados tanto a la fiesta como por el partido político que lleva a la anfitriona como ministra. Pero mientras ella (Scott Thomas) prepara la comida para los invitados, su marido (Timothy Spall) bebe y escucha música como ido, ajeno a todo. Así llega su mejor amiga, la pareja de lesbianas que anunciará que esperan mellizos, el marido de la que está retrasada, que no para de ir al baño a darse saques de cocaína y parece a punto de estallar.
Son todos grandes actores, puestos ahí en modo repetición de un único gesto, hasta la exasperación más humillante. Nadie entra, nadie sale, excepto al patio, en un forzado recurso de extrañamiento que guiña a El Ángel Exterminador de Buñuel, mientras las miserias estallan y las sonrisas se van convirtiendo en gritos. Como ensayo sobre la hipocresía en las relaciones de los más sofisticados y cultos humanos, incluso como dardo hacia la política y sus disfraces, destila una misantropía feroz, que no deja personaje con cabeza. No hay compasión hacia nadie aquí, menos hacia el espectador, puesto frente a The Party como en un experimento sobre los límites de su paciencia, esperando en vano un diálogo que valga la pena recordar, un respiro, un giro dignificante. O la brevedad, hay que reconocerlo, con la que este extraño manifiesto premia al esfuerzo.