El cine como temblor.
El arte nos interpela de manera constante, nos empuja permanentemente a pensar el mundo en su ambigüedad, lleno de matices y discusiones sobre cómo deben analizarse los hechos para poder afrontar el futuro. Dentro del arte está el cine, esa maquinaria de fisicidad que nos regala destellos de felicidad que provocan pequeños pero vibrantes desajustes químicos en el cuerpo, los cuales, sumados, nos hacen salir de la sala en un estado total de éxtasis y euforia.
Estas vibraciones se sienten a repetición en cada una de las últimas películas de Steven Spielberg; dicho por enésima vez, el gran narrador clásico de nuestra época junto a Clint Eastwood y que, posiblemente desde Caballo de Guerra (2011), adquirió un nivel de autoconciencia fordiano que lo llevó a un nivel de calidad narrativa más alto del que ya tenía, con una carrera de más de cuatro décadas y un excelso nivel de artesanía. Al igual que ocurre con la última etapa de Eastwood, cada película de Spielberg sirve como declaración, como testamento fílmico. En The Post narra con pulso vibrante el conocido caso de los Pentagon Papers, esa filtración de información confidencial que en 1971 publicó el New York Times sobre el intervencionismo que, durante décadas, había ejercido Estados Unidos en Asia, ocultándoles a los ciudadanos americanos una situación complicada en Vietnam a varios años del inicio de la guerra.
La leyenda se imprime con el pulso de personajes clásicos que de manera coral le sirven a Spielberg para llenar la película de matices e ideas sobre el periodismo, la política, el viejo recelo entre Republicanos y Demócratas y el feminismo, entre otras cuestiones. Kay Graham (Meryl Streep) es la dueña del Washington Post, diario heredado a su marido, que a la vez había sido propiedad del padre de ella. La línea narrativa de Streep es quizá la más débil de la película, pues Spielberg peca un poco de oportunista al remarcar el discurso de que Key Graham fue una pionera en el empoderamiento femenino, tema tan en boga en el Hollywood actual. Si bien resulta emocionante el modo en que la miran las mujeres antes de que ingrese a la oferta inicial de acciones en la Bolsa de Valores, dominada en su totalidad por hombres, el mismo procedimiento se repite una vez que Key gana la batalla en la Corte Suprema, rodeada de mujeres que le brindan la misma mirada.
El corazón cinético de The Post es el Ben Bradlee que interpreta de manera magistral Tom Hanks. Bradlee, jefe de redacción del Washington Post, es quien pone el cuerpo para que el diario publique los documentos luego de la censura al New York Times por parte de Nixon. Hanks se juega otra vez toda su sabiduría para interpretar un papel donde deja todo, un personaje que debe hacer bien su trabajo al igual que en Puente de Espías. Spielberg lo muestra siempre en movimiento, sea desde ese plano secuencia la primera vez que lo vemos ingresando a la redacción del diario, sea con planos cerrados donde la cámara viene y va de un lado a otro. Bradlee llega hasta las últimas consecuencias para que la nota se publique, es el centro moral de la trama, él indica que la prensa debe controlar a los gobernantes y toda su energía se aboca a ello. Las ocasiones en que va a la casa de Key Graham para convencerla de imprimir, apuntar contra el poder del Estado y quedar en manos de la justicia son mostradas mediante una especie de subjetiva picada desde los ojos de la dueña del periódico. Ahora bien, esos planos en el porche de la casa no empequeñecen a Bradlee como sucede tradicionalmente en los planos picados; al contrario, Graham ve en esa enjundia, en esa soledad, la fortaleza para avanzar con la decisión de imprimir.
Steven logra una escena de suspense extraordinaria pese a tratarse de un hecho verídico cuya resolución conocemos: la secuencia de los teléfonos en conferencia donde Graham, Bradlee, los miembros de la junta directiva del diario y sus abogados esperan la decisión de la dueña para imprimir. Aquí se demuestra una vez más que la construcción del suspenso en el cine está estrictamente relacionada con las formas cinematográficas, con cómo se cuenta, y no con lo que se cuenta. En ese momento en que deciden imprimir, el cine se convierte en una locomotora imparable, en esa batidora de sentidos que mencionaba anteriormente. El temblor que sienten en la redacción al encenderse las maquinas de impresión es el que sentimos nosotros en la butaca cuando el cine nos arrasa de emoción, cuando nos hallamos frente a esa alegoría final donde nuestros héroes caminan hacia una luz blanca con el trabajo ya realizado. Que viva Spielberg y que viva el clasicismo para siempre.