Noche de Lucidez La segunda película del dúo John Francis Daley y Jonathan Goldstein, luego de su opera prima Vacaciones, nos muestra a la pareja formada por Max (Jaston Bateman) y Annie (Rachel McAdams), dos conspicuos participantes de noches de juegos. Junto a sus parejas amigas, Max y Annie son invitados por Brooks (Kyle Chandler), el hermano de Max, a una especie de juego de rol en la mansión de este último donde se desatará lo impredecible. El juego de rol se sale de control y uno inmediatamente recuerda Al Filo de la Muerte (The Game), de David Fincher, aunque, claro, en Noche de Juegos está el aplomo de Bateman, sumado a la gracia, la belleza y el oficio para la comedia de McAdams en lugar de la solemnidad de Michael Douglas y de Sean Penn con sus temas “importantes” en la película de un Fincher todavía en pañales. Daley y Goldstein construyen un relato lúcido y sólido. La lucidez se la da esa incorrección política (a contracorriente de los tiempos que transitamos) propia de tomar con liviandad temas pesados como la dificultad para ser fértil, las relaciones familiares complejas, el divorcio, la infidelidad. Con diálogos ligeros y filosos, los directores demuestran una idea grácil de comedia industrial cuya solidez depende de los personajes secundarios que le brindan espesor a la trama. La cara pétrea de Gary (Jesse Plamons), el policía vecino de la pareja y abandonado por la esposa, una persona afectada en el sentido pleno de la palabra, nos genera una sonrisa ante cada intervención, al igual que el desborde de Kyle Chandler. Son este tipo de personajes rupturistas los que hicieron gigante a la comedia americana y en tiempos donde el progresismo mal entendido se adueña de todo es bueno regresar a las bases y a este tipo de comedias sin tapujos y sin moralejas. Noche de Juegos es eso, es una noche de diversión sin límites, sin previsibilidad, como toda buena película debería ser.
El cine como temblor. El arte nos interpela de manera constante, nos empuja permanentemente a pensar el mundo en su ambigüedad, lleno de matices y discusiones sobre cómo deben analizarse los hechos para poder afrontar el futuro. Dentro del arte está el cine, esa maquinaria de fisicidad que nos regala destellos de felicidad que provocan pequeños pero vibrantes desajustes químicos en el cuerpo, los cuales, sumados, nos hacen salir de la sala en un estado total de éxtasis y euforia. Estas vibraciones se sienten a repetición en cada una de las últimas películas de Steven Spielberg; dicho por enésima vez, el gran narrador clásico de nuestra época junto a Clint Eastwood y que, posiblemente desde Caballo de Guerra (2011), adquirió un nivel de autoconciencia fordiano que lo llevó a un nivel de calidad narrativa más alto del que ya tenía, con una carrera de más de cuatro décadas y un excelso nivel de artesanía. Al igual que ocurre con la última etapa de Eastwood, cada película de Spielberg sirve como declaración, como testamento fílmico. En The Post narra con pulso vibrante el conocido caso de los Pentagon Papers, esa filtración de información confidencial que en 1971 publicó el New York Times sobre el intervencionismo que, durante décadas, había ejercido Estados Unidos en Asia, ocultándoles a los ciudadanos americanos una situación complicada en Vietnam a varios años del inicio de la guerra. La leyenda se imprime con el pulso de personajes clásicos que de manera coral le sirven a Spielberg para llenar la película de matices e ideas sobre el periodismo, la política, el viejo recelo entre Republicanos y Demócratas y el feminismo, entre otras cuestiones. Kay Graham (Meryl Streep) es la dueña del Washington Post, diario heredado a su marido, que a la vez había sido propiedad del padre de ella. La línea narrativa de Streep es quizá la más débil de la película, pues Spielberg peca un poco de oportunista al remarcar el discurso de que Key Graham fue una pionera en el empoderamiento femenino, tema tan en boga en el Hollywood actual. Si bien resulta emocionante el modo en que la miran las mujeres antes de que ingrese a la oferta inicial de acciones en la Bolsa de Valores, dominada en su totalidad por hombres, el mismo procedimiento se repite una vez que Key gana la batalla en la Corte Suprema, rodeada de mujeres que le brindan la misma mirada. El corazón cinético de The Post es el Ben Bradlee que interpreta de manera magistral Tom Hanks. Bradlee, jefe de redacción del Washington Post, es quien pone el cuerpo para que el diario publique los documentos luego de la censura al New York Times por parte de Nixon. Hanks se juega otra vez toda su sabiduría para interpretar un papel donde deja todo, un personaje que debe hacer bien su trabajo al igual que en Puente de Espías. Spielberg lo muestra siempre en movimiento, sea desde ese plano secuencia la primera vez que lo vemos ingresando a la redacción del diario, sea con planos cerrados donde la cámara viene y va de un lado a otro. Bradlee llega hasta las últimas consecuencias para que la nota se publique, es el centro moral de la trama, él indica que la prensa debe controlar a los gobernantes y toda su energía se aboca a ello. Las ocasiones en que va a la casa de Key Graham para convencerla de imprimir, apuntar contra el poder del Estado y quedar en manos de la justicia son mostradas mediante una especie de subjetiva picada desde los ojos de la dueña del periódico. Ahora bien, esos planos en el porche de la casa no empequeñecen a Bradlee como sucede tradicionalmente en los planos picados; al contrario, Graham ve en esa enjundia, en esa soledad, la fortaleza para avanzar con la decisión de imprimir. Steven logra una escena de suspense extraordinaria pese a tratarse de un hecho verídico cuya resolución conocemos: la secuencia de los teléfonos en conferencia donde Graham, Bradlee, los miembros de la junta directiva del diario y sus abogados esperan la decisión de la dueña para imprimir. Aquí se demuestra una vez más que la construcción del suspenso en el cine está estrictamente relacionada con las formas cinematográficas, con cómo se cuenta, y no con lo que se cuenta. En ese momento en que deciden imprimir, el cine se convierte en una locomotora imparable, en esa batidora de sentidos que mencionaba anteriormente. El temblor que sienten en la redacción al encenderse las maquinas de impresión es el que sentimos nosotros en la butaca cuando el cine nos arrasa de emoción, cuando nos hallamos frente a esa alegoría final donde nuestros héroes caminan hacia una luz blanca con el trabajo ya realizado. Que viva Spielberg y que viva el clasicismo para siempre.
La ventana discreta En el inicio de Todo, Todo (Everything, Everything, 2017) se describe detalladamente, casi con ritmo de documental de salud, la dolencia de Maddy, una chica de 18 años con el sistema inmunológico ineficiente que en potencial moriría por un simple resfriado. La directora Stella Meghie se toma tiempo para mostrar el procedimiento antiséptico que debe padecer cada persona que ingresa a la casa de Maddy (acceso al que solo tienen su madre y su enfermera), y muestra detalladamente, con planos cerrados, el ambiente claustrofóbico que la chica debe padecer en su habitación. Este ambiente obturado está contrapuesto con un enorme ventanal vidriado por el cuál Maddy puede observar los movimientos del barrio, y unas ventanas en las que puede apreciar la casa de su vecino. Lejos de querer linkear a Maddy con el demencial Jimmy Livingston que compuso el gran Jake Gyllenhaal en Bubble Boy (2001), Meghie prefiere que su personaje central vea la vida exterior casi como si fuera una película en pantalla scope. Ver lo que sucede afuera, inmiscuirse en lo prohibido. La idea voyerista de Hitchcock en La Ventana Indiscreta (Rear Window, 1954). Pero lejos estamos de eso. No hay pulsiones oscuras ni está la idea del engaño, de creer lo que uno quiere creer. La película gira hacia un romance edulcorado y hueco entre Maddy y su vecino, nutrido por mensajes en internet y visitas furtivas de este a la casa séptica de la chica. El potencial de utilizar el ambiente claustrofóbico o la posible idea escape de la casa-prisión se diluye en una especie de drama filial que sufren ambos protagonistas de la película, él con su padre golpeador, ella con una madre desquiciada y controladora, imposibilitada a superar una tragedia del pasado, problemática que le termina dando un gusto a melodrama didáctico con un potencial televisivo de novela de la tarde y convierte a la película en un barco a la deriva sin rumbo.
John Hamburg filmó una de las mejores películas de este siglo, Mi Novia Polly (Along Came Polly, 2004), comedia que fue totalmente subvalorada, pero que logró un anclaje perfecto en la vieja comedia industrial clásica de la época de oro del cine americano, con una pareja de protagonistas que hacían resplandecer su química en pantalla como Ben Stiller y Jennifer Aniston, y personajes secundarios que le daban espesor y calidad a la narración. Cinco años después Hamburg volvió con Te Amo, Hermano (I Love You, Man, 2009), con Jason Segel y Paul Rudd, esta vez combinando modismos de la comedia clásica con algunos toques de la nueva comedia americana, para terminar esta especie de tríptico con ¿Por qué Él? (Why Him, 2016), donde predominan más tics de la NCA, que hacen a Franco y Cranston matarse en pantalla, que de la era del clasicismo. Establecemos que es una especie de trilogía porque la idea es la misma en las tres películas: un inadaptado (Aniston, Segel, Franco) debe buscar puntos en común con un freak control (Stiller, Rudd, Cranston) para que las parejas de protagonistas se modifiquen, crezcan y avancen. Esta idea -troncal en el cine clásico- se vislumbra desde el inicio en ¿Por qué Él?; el espectador avezado, con experiencia, lo detecta. Pero en el camino nos encontramos a un James Franco que aporta todo su talento para generar un caos como el magnate desquiciado de Silicon Valley que le roba a la nena idílica que estudia en Stanford al papá controlador que interpreta Brian Cranston, y deben convivir durante las fiestas navideñas donde intentaran conocerse. Hamburg cambió las formas en estos 12 años desde Mi Novia Polly, comedia absolutamente depurada, a un festival de gags escatológicos, en ¿Por qué él? y principalmente al cambio del idioma. La idea que la comedia cambió no se detecta solamente en que Franco nada en orín de un animal salvaje que aplasta a un adolescente con sus testículos o que Cranston le muerde los testículos a Franco en pantalla; el principal cambio que nos señala Hamburg en estos años es el cambio del lenguaje. No parece ser el mismo idioma inglés el que habla Franco en esta película con el que hablaban Stiller y Aniston hace un poco más de una década. De hecho, la hija de Cranston le señala repetidas veces a Franco el tema de la utilización de las palabras. La comedia juega con ese choque cultural y algunos gags son faltos de timing o fallidos e incluso la química entre Cranston y Franco muchas veces es poco creíble o falla. Es evidente que a Hamburg le costó salir del esquema de personajes adorables, que en Mi Novia Polly brillaban y en Te Amo, Hermano encantaban y divertían, y si bien Franco se termina convirtiendo en un ser adorable porque se modifica, ¿Por qué él? termina siendo una comedia entretenida pero un poco fallida.
Otro Rato de Épica Si hay un cineasta que reflexionó sobre el lenguaje del cine, ese fue Jean Luc Godard. Una de las ideas troncales de todo su pensamiento teórico fue, que más allá del momento que se represente la ecuación de tiempo y espacio, el cine es un arte que siempre interpela sobre el tiempo presente. Antoine Fuqua toma esta premisa godardiana y pone un héroe de raza negra al frente de su remake de Los 7 Magníficos, de John Sturges (que a la vez era una remake de Los 7 Samuráis, de Akira Kurosawa), algo imposible en el siglo XIX durante la época de la conquista y aún impensado en la representación de la colonización durante el clasicismo, tiempo en el que los actores de color tenían roles secundarios, donde John Ford y Howard Hawks -entre otros- construían el mito con el género que le devolvió la épica al siglo XX, el western. El potente Denzel Washington (Chisolm) es el espléndido héroe que aparece como un deux ex machina para salvar al poblado de Rose Creek de una banda de forajidos que lo acosa. Fuqua se toma todo el tiempo que corresponde para presentar al personaje gracias a bellos planos scope con gran angular, donde vemos a Denzel avanzar solitario, a caballo, subiendo y bajando pequeñas lomas hasta llegar al lugar en cuestión; el forastero milagroso que aparece para poner las cosas en su lugar. La estructura narrativa que utiliza Fuqua es la clásica del western tradicional, en donde irrumpe un elemento ajeno al espacio: llegada de una deidad, reclutamiento de un equipo, defensa de la tierra, resurgimiento del pueblo y progreso. La secuencia de inicio, donde Bogue (Peter Sarsgaard) somete a Rose Creek, es extremadamente violenta: podemos observar asesinatos a sangre fría y el incendio de la iglesia de la comunidad. Aquí se reversiona a Sturges, donde la toma era mucho más dócil (volviendo al cine como representación del presente) y lo que a posteriori confluirá en enfrentamientos mucho más violentos y sangrientos. Washington se presenta como un caza recompensas que al principio recluta y actúa por dinero y después comprende que debe hacerlo por un ideal de resurgimiento y progreso. Aquí otro cambio de Fuqua: Washington es contratado por una mujer, la bella Emma Cullen (Haley Bennett), viuda en el ataque de Bogue. Aquí el director la corre de la idea Fordiana de la mujer-cimiento, la idea de la mujer como clave de la sociedad pero como constructora del hogar mientras el hombre salía a hacer su trabajo. Emma Cullen se convierte en una luchadora; una mujer que representa al pueblo, rifle al hombro, para armar su línea de defensa. La idea de mujer contratista de un héroe de raza negra le da frescura, novedad y aporta otras capas de lecturas a un género muerto como el western. Washington reúne a un equipo que va a defender a Rose Creek a sangre y fuego. Chris Pratt (Josh Faraday) juega de cañonero-comic relief; Ethan Hawke (Goodnight Robicheaux) es el preciso pistolero con tortuoso pasado que entrena a los hombres locales como tiradores; Vincent D’Onofrio (Jack Horne), un brutal cazador de indios desempleado porque su actividad está en decadencia; Martin Sensmeier (Red Harvest), el indio que pelea para los blancos; Byung-hun Lee (Billy Rocks), el chino experto en cuchillos, y Manuel Garcia-Rulfo (Vasquez), el latino de este grupo variopinto que genera casi una idea sacrificial ante el ejercito que tiene Bogue para conseguir el dominio de las tierras. Y esta idea de sacrificio también es estructural en el western. Ya desde la idea de guion de Kurosawa (claramente influenciado por la era de oro del género), el sacrificio por la defensa de la tierra contra el lumpenaje fuera de la ley es pilar para la construcción y consolidación de la civilización en detrimento de los viejos modismos de la barbarie. Fuqua filma esta defensa con vigor, con un enfrentamiento final sangriento, con la misma potencia de su Día de Entrenamiento, con un Denzel Washington que siempre mejora cualquier producción y que le da amplitud a la carnalidad y ambigüedad de este género que amamos y que celebramos sus ocasionales regresos a la pantalla grande. Los 7 Magníficos es un western hecho con conocimiento del género y con pasión por el mismo, y la música de Elmer Bernstein en los créditos finales nos recuerda una vez más que una sala de cine es el lugar en el mundo donde podemos ser felices.
Dwayne Johnson es un prolífico actor consolidado como héroe de acción pero con una gran versatilidad para reproducirse en el cine de aventuras y ocasionalmente rodar una comedia como resulta en esta ocasión. Un Espía y Medio es el regreso de “La Roca” al género luego de sus últimas participaciones en películas como El Súper Agente 86 o ese coqueteo con la nueva comedia americana en la excelente Policías de Repuesto, de Adam McKay. También el director Rawson Marshall Thurber había recorrido un camino con algunos puntos de contacto con la nueva comedia americana en su anterior película, la subvalorada ¿Quién *&$%! son los Miller? Pero ahora regresa a un registro más parecido a la comedia tradicional ultra profesional de Hollywood, ese tipo de comedias bien construidas que sirven para engrosar la cartelera con estrenos medianos, fuera de las convenciones actuales donde todo es dominado por los tanques de taquilla. Bob (Johnson) era un nerd obeso en la escuela secundaria que era sometido a los más crueles actos de bullying por sus compañeros, y solo era tratado con compasión por Calvin (Kevin Hart), el atleta héroe y la persona más popular y con el futuro más prometedor del colegio. Thurber convierte ese momento en el inicio narrativo de la película y con una elipsis de 20 años reconstruye el espacio alrededor de la reunión escolar por las dos décadas de egresados. El director trabaja -como eje emocional- lo que no fue. Bob ya no es más un obeso, es un musculoso agente de la CIA mientras que Calvin entregó su promisorio futuro en pos de un burocrático trabajo de contador. Al reunirse con Bob la noche anterior a la fiesta del reencuentro, Calvin comienza a meterse en una compleja trama de espionaje, donde se usan unos códigos de lanzamiento casi como un absurdo MacGuffin para dar rienda suelta a la buddy movie entre Johnson y su bestial cuerpo cinético y el bajito Kevin Hart, una pareja que logra química cinematográfica en cada fotograma. Persecuciones, mafiosos, tiros, grandes apariciones de personajes secundarios como Jason Bateman y Melissa McCarthy hacen rica en proteínas esta comedia que más allá de algunas redenciones construidas de manera demasiado esquemática, cumple con el manual y la historia de las comedias súper profesionales del cine norteamericano, esas comedias seis puntos que necesitaríamos que se estrenen todas las semanas para recordarnos otras épocas en cuanto a variedad en la cartelera.
El ascendente Shane Black vuelve a jugar a la buddy movie, esta vez desde la dirección con Dos Tipos Peligrosos, un potente policial ambientado en los setenta en Los Ángeles donde un “outlaw” como Jackson Healy (una versión de Russell Crowe brillante) y el mediocre detective a sueldo Holland March (Ryan Gosling) deben buscar a una joven desaparecida y resolver la muerte de una estrella porno para desbaratar un alto entramado criminal. Black prácticamente reedita El Último Boy Scout, película en la que fue guionista hace 25 años y dirigida por el gran Tony Scott. La lógica de ambas es la misma: dos personajes con diferentes procedencias deben unir fuerzas para investigar y derrotar a un poder mayor. Incluso Black utiliza a una hija de uno de los dos personajes centrales de ambas historias como pivote, comic relief y personaje clave para equilibrar las fuerzas desparejas de los protagonistas. Este procedimiento repetitivo de Black (también con sus matices lo replicó como guionista de Arma Mortal y El Último Gran Héroe) lo ubica dentro de la idea autoral del clasicismo donde la repetición de las formas genera una visión del mundo coherente y las películas dialogan entre sí. Russell Crowe juega el papel de Bruce Willis en El Último Boy Scout como personaje centrífugo, que despliega toda su fisicidad en cada encuadre con ese cuerpo casi obeso y descuidado. La idea del perdedor/ matón que resuelve todo a los golpes, quien es acompañado por el bufón que ejecuta Gosling y que hacía Damon Wayans en la película de Scott, es paradójica y anti sistémica: para derrotar a una mafia que se nutre del fútbol americano o de la industria del porno se debe recurrir a personajes que actúan por motivaciones personales por fuera de los parámetros de la ley. Black utiliza recursos de neo film noir, dibujando una Los Ángeles oscura de leyes vetustas y adocenadas y todo un entorno propicio para esta unión de personajes que no responden a nadie y resuelven todo por sus propios medios. Al igual que Willis- Wayans, la dupla Crowe- Gosling funciona a la perfección. El timing cómico y los diálogos filosos y veloces son el motor del funcionamiento de la buddy movie. Las escenas de acción tienen un gran pulso narrativo y un impactante poderío visual. Dos Tipos Peligrosos funciona como bocanada de aire fresco dentro del cine de género y reafirma que Black es uno de los directores más promisorios de su generación.
La tristeza se revela inmediatamente en Hijos Nuestros ante ese primer plano, compuesto como doble encuadre delimitado por el parabrisas del auto, donde vemos a Hugo (gran tarea de Carlos Portaluppi), un taxista con rostro cansino, vencido y derrotado, en el devenir de su tarea monotemática y a repetición, construida por agiles elipsis por los realizadores Juan Fernández Gebauer y Nicolás Suárez. Un mundo gélido y vacío, solo parcialmente ocupado por una pasión desbordada por San Lorenzo de Almagro, eje central del corazón del protagonista del film. Como en toda película que entienda el clasicismo, los personajes cambian, se modifican. Hugo comienza a cambiar cuando conoce a una madre con su hijo, interpretados por Ana Katz y Valentín Greco. El acercamiento se produce más por el interés de ver al chico jugando al fútbol de manera amateur que por una posibilidad sexual con la madre (de hecho, una escena de Hugo -fetichismo sexual incluido- con una prostituta nos deja claro eso) y nos va revelando partes del pasado del taxista, ex jugador profesional de San Lorenzo caído en desgracia por una lesión y sumergido en la frustración de lo que pudo ser pero no fue. Los directores acompañan a Hugo cámara al hombro, desde atrás, como los hermanos Dardenne en El Hijo: ante cada momento de la revolución interna que vive, insiste que el chico mejore futbolísticamente dándole consejos, hasta lo lleva a probar a San Lorenzo. Julián es la válvula de escape para concretar lo que él no pudo ser y su deseo que el joven materialice su chance es ferviente. Su pasión por los partidos de San Lorenzo y por consolidar al chico como jugador imposibilitan cualquier acercamiento a la madre que lo termina rechazando, aunque ante el fracaso y el golpe (literal) vemos que la revolución personal está hecha. Este divertido personaje que pudo convertir un bodrio de iglesia en una genial canción de cancha se modificó, se movilizó. Ese plano final con él trotando cuesta arriba, ya sin la cara triste del primer plano, hizo valer el viaje y puso nuevamente a funcionar la maquinaria de sueños de la vida.
El Bosque Siniestro pone como eje central para la construcción de sus personajes principales (las siamesas Sara y Jess Price, interpretadas por la bella Natalie Dormer) la idea de cómo la vivencia de una experiencia traumática en la infancia puede determinar la vida adulta de las personas. En este caso las siamesas de niñas están presentes en la casa cuando sucede la violenta muerte de sus padres. Mientras Sara no registra la escena visualmente, Jess ve atentamente el cuerpo de sus padres fallecidos. Toda esta secuencia es mostrada por el realizador Jason Zada utilizando el montaje paralelo de los distintos tiempos narrativos alternando con la actualidad, donde Sara va en busca de su hermana a Japón cuando la policía la reporta como perdida. El recurso de la secuencia de la infancia construye el espesor de los personajes: Sara, la que no vio la tragedia, lleva una vida burguesa acomodada, usa vestimenta elegante y es la responsable de la familia. Jess en cambio tuvo intentos de suicido (regresando al modo que murieron los padres) y lleva una vida más errática. Ella era profesora de inglés en Japón y se la vio desaparecer en el Bosque de Aokigahara, un lugar que utilizan los lugareños para suicidarse. El valor simbólico de la conexión entre siamesas hace que Sara cruce todo el mundo para buscar a su hermana, la sensación de que Jess no había muerto siempre estuvo latente y debía buscarla: ahí es donde el bosque empieza a jugar como espacio cinematográfico, un bosque con la pulsión de los fantasmas del cine asiático de terror, pero que Zada no utiliza con convicción. El bosque como lugar asfixiante, claustrofóbico, nunca llega a ser tal porque el director no consigue que el mito del bosque suicida sea creíble. Las apariciones espectrales, básicas en el género, no tienen timing cinético ni anclaje en el mito; Aiden (Taylor Kinney), un periodista australiano que acompaña a Sara en la búsqueda para escribir un artículo, nunca consigue forjar una química con ella (su personaje está mal estructurado y no se entiende su verdadera motivación). La idea sacrificial de Sara de arriesgar la vida por su hermana tiene el peso de la culpa de no haber sido ella la que vio la experiencia violenta en la niñez y el peso de llevar una vida acomodada, eso lo vemos desde el guion, pero Zada no sabe darle peso cinematográfico a este nudo narrativo; y solo vemos fantasmas que asustan poco, imágenes repetidas de una carpa en una noche y un sinfín de clichés que utilizan estas películas con escaso valor cinematográfico.
Padre de repuesto. Luego de la película del año 2010 Policías de Repuesto, el tridente compuesto por Adam McKay, Will Ferrell y Mark Wahlberg se vuelven a reunir (esta vez con McKay en el rol de productor, dejando la dirección en manos de Sean Anders) para Guerra de Papás, una película diametralmente opuesta a la anterior colaboración del trío, para un nicho de espectadores completamente diferente. En Policías de Repuesto la propuesta era de comedia centrífuga, una buddy movie entre Farrell y Wahlberg que buscaba quebrar límites con la clara impronta de la nueva comedia americana, de la cual McKay es uno de sus máximos exponentes. En cambio, en Guerra de Papás la propuesta es centrípeta, de una comedia contenida, adocenada, familiar. Ferrell hace de padrastro de un clan y Wahlberg regresa tipo cowboy a la ciudad para arreglar a “su familia” y disputar con Ferrell a su ex mujer e hijos. Hay una especie de autoconciencia en los actores vinculada a la construcción de una comedia por encargo, de nicho, algo de lo cual no participan habitualmente. Si bien Farrell da rienda suelta en algunos momentos a su tremenda fisicidad cómica, se lo nota molesto al no poder cruzar los límites de la restricción PG-13: esta retención se nota en cada chiste, en cada escena, donde los actores están sujetos de pies y manos, y no disimulan en mostrarse contenidos. Esta situación es determinante para que la película se vea resentida en su funcionamiento, la comedia no logra fluir en ningún momento; y si bien hay algunos gags divertidos (la manera que queda estéril Farrell es desopilante), el resultado termina siendo similar a ver leones en una jaula de zoológico, fieras domadas y desperdiciadas. Para colmo de males, Anders pretende en la parte final de la película “reflexionar sobre la familia”, redimiendo al padre abandónico y repitiendo la historia desde el principio. No alcanza con contener a los actores, Guerra de Papás además viene con moraleja sobre el rol de los padres y la importancia de la unión familiar. Puro conservadurismo que no está a la altura de sus protagonistas y su obra precedente.