La nueva película del realizador de “La lista de Schindler” se centra en un episodio fundamental de la historia del periodismo estadounidense, cuando el gobierno de Richard Nixon quiso censurar la publicación de los Papeles del Pentágono, documentos que revelaban secretos de la guerra de Vietnam. Meryl Streep, Tom Hanks y un gran elenco recrean estos hechos desde la experiencia de la redacción de The Washington Post en una película intensa, urgente y muy entretenida.
La historia dice que en medio de la posproducción de su inminente READY, PLAYER, ONE –película de ciencia ficción que atravesaba un largo periodo de creación de efectos especiales–, a Steven Spielberg le llegó el guión de THE POST, escrito por Liz Hannah, una desconocida en la industria. Tomando en cuenta la actualidad del espinoso tema de la relación entre el poder y la prensa en el gobierno de Donald Trump, Spielberg decidió poner manos a la obra y filmarla en ese hueco de tiempo. Esto, dicen, fue en febrero pasado. En nueve meses, la película estaba lista para ser estrenada.
No muchos directores en el mundo pueden armar una producción de esta envergadura –reconstrucción de época, un elenco impresionante reunido a último momento– en tan poco tiempo, algo que sí solía hacerse en la Epoca de Oro del Hollywood clásico. Pero un veterano admirador de esa era y con la experiencia, la sabiduría y el poder de convocatoria de Spielberg sí puede y THE POST: LOS OSCUROS SECRETOS DEL PENTAGONO es la prueba clara de su talento para pensar y crear sobre la marcha. Y de su compromiso político para hacer una película que él considera relevante en este momento.
THE POST se alinea claramente con sus recientes LINCOLN y PUENTE DE ESPIAS. Son, todas ellas, películas acerca de personas que deben tomar decisiones incómodas, difíciles y no muy populares en momentos políticos complejos, una línea temática que recorre la carrera del realizador y cuyos mejores ejemplos son probablemente LA LISTA DE SCHINDLER y RESCATANDO AL SOLDADO RYAN. Son historias acerca de actos de heroísmo, mayores o menores, de personas muchas veces comunes (no en el caso de Lincoln, claro) en circunstancias extraordinarias. Son historias de gente que, ante situaciones imposibles, elige por la decencia, lo que es justo y correcto, ateniéndose a las consecuencias.
De este grupo, Katharine Graham (Meryl Streep, siempre impecable, en su primer trabajo para el director) es la primera mujer. Ella es la viuda del dueño de The Washington Post (cualquier parecido con la prensa argentina es pura casualidad), una mujer que tuvo que hacerse cargo de la empresa cuando su marido se suicidó, pero nunca le ha prestado demasiada atención al día a día del trabajo, que lo manejan otros gerentes y, fundamentalmente, el editor en jefe Ben Bradlee (Tom Hanks). Ella se ha dedicado más a socializar con gente rica y poderosa de Washington, incluyendo varias personalidades políticas y nunca se ha metido en las decisiones editoriales.
Pero, en 1971, dos cosas la obligan a tomar imporantes decisiones y a hacerse cargo de su futuro y el del diario. Por un lado, la problemática situación económica de The Post (que, en esos tiempos, no tenía la mítica reputación que logró tras Watergate) lleva al directorio de la empresa a volverla pública. Es decir, a hacerla cotizar en Bolsa, con las ventajas y riesgos que eso puede tener en función de los vaivenes de las acciones. Y, fundamentalmente, por la aparición de los célebres Papeles del Pentágono, una enorme serie de documentos que fueron filtrados a la prensa y que revelan secretos de la política estadounidense en la Guerra de Vietnam desde los años ‘50. Son documentos que prueban, fundamentalmente, que hace años que los distintos gobiernos norteamericanos sabían que esa guerra estaba perdida y seguían mandando soldados al frente.
Los “Papeles” en cuestión fueron publicados primero por The New York Times pero el gobierno del entonces presidente Richard Nixon (cualquier similitud con Donald Trump no es pura casualidad) forzó a ese diario a detener sus revelaciones acusándolos de dar a conocer secretos de seguridad nacional. Y mientras se debatía la legalidad o no de esa medida en relación a la constitucional libertad de prensa, el Post debía tratar de conseguir ese material y, llegado el caso, atreverse a publicarlo con todas las posibles complicaciones implícitas: pérdida de amistades, potenciales problemas con la cotización en Bolsa, un posible cierre del diario y hasta la cárcel.
Graham es el centro de la trama –el personaje cuyo arco dramático organiza el filme– y todo el relato circula alrededor de ella. Bradlee es el editor old school de esos que están 24 horas pendientes de las noticias. Y detrás de ellos hay tanto periodistas del Post haciendo lo que mejor saben hacer, como Ben Bagdikian (Bob “Better Call Saul” Odenkirk) y Meg Greenfield (Carrie Coon, de “Fargo” y “The Leftovers”), los más temerosos/cuidadosos ejecutivos y abogados del periódico (Bradley Whitford, Tracy Letts, Jesse Plemons), los dueños del New York Times (Michael Stuhlbarg), el tristemente célebre Secretario de Defensa Robert McNamara (Bruce Greenwood) y el que “filtró” los documentos, Daniel Ellsberg (Matthew Rhys, de “The Americans”). A este elenco hay que sumarle a Alison Brie (“Community”, “Mad Men”) como la hija de Graham y a Sarah Paulson (“The People vs. O.J. Simpson”) como la mujer de Bradlee, en un elenco de reconocidas caras del cine y la TV.
THE POST se construye como un thriller de suspenso a partir del conflicto generado por este cruce de factores, con el siempre apropiado y conveniente cierre de edición como generador de tensión dramática. Pero detrás de eso Spielberg se hace preguntas que siguen siendo relevantes ahora, o acaso lo sean aún más: ¿Se debe publicar algo aún cuando se corra el riesgo de afectar la seguridad nacional? ¿Cuál es el límite ético de las relaciones entre los dueños de los medios y los grupos de poder, incluyendo el político? ¿Puede un gobierno entrometerse en lo que publica un medio? ¿Debería haber algún límite para la libertad de prensa? Y, por último, aunque no menos importante: ¿Para quién se escribe un diario? ¿Para quiénes escribimos?
Es cierto que muchas de esas preguntas, en un mundo ideal, tienen una respuesta correcta. Pero no siempre es posible ser fiel a ellas en el mundo real. Y eso es algo que la película pone en primer plano. Si en algo falla el filme de Spielberg, tengo la impresión, es que su guión es un tanto esquemático y didáctico en sus conflictos y en su desarrollo dramático, como si el apuro por filmar la película les hubiera impedido hacerle un par de revisiones y volverlo un poco más sagaz e inteligente. No digo a un nivel Aaron Sorkin –de hecho, creo que el combo Sorkin/Spielberg no sería del todo bueno ya que el guionista intentaría imponer su ingenio para los diálogos por sobre el clasicismo humanista del director, quien sabe decir más con su cámara que con ese tipo de monólogos en serie que son marca registrada del escritor–, pero creo que los personajes podrían haber sido un poco menos “funcionales” a la trama y más complejos como personas.
De todos modos, Spielberg se maneja sin problemas dentro de ese esquema, si se quiere, clásico. La forma en la que la historia avanza por carriles más o menos previsibles (es un hecho real, después de todo) permite al espectador observar sus recursos de puesta en escena, como la genial manera en la que la cámara se acerca lentamente a sus personajes y les permite revelar mucho sobre sí mismos casi sin decir nada, o la precisa y compleja coreografía de personajes (en la redacción, en la casa de Bradlee, en eventos sociales) que el director arma en largos planos que no anuncian su virtuosismo con letras de neón pero que son geométricamente impecables. Y, por supuesto, la manera casi imperceptible en la que consigue que la emoción brote en el espectador como si fuera una respuesta mecánica y casi pavloviana ante cualquier plano dirigido por él.
Por último, en cada plano detalle de las rotativas, de los viejos y analógicos mecanismos de cierre, publicación e imprenta de los diarios (máquinas de escribir, páginas diseñadas en papel con lápiz y escuadra, gente corriendo para llegar con un texto bajo el brazo), THE POST se convierte en un homenaje al periodismo y a los periodistas de entonces. Para los que llegamos a atravesar la última etapa analógica de los medios –y hemos visto pegar textos en talleres con plasticola, corrido por pasillos con alguna nota para ser tipeada o cortar algún sobrante con un simple cutter–, la emoción es doble. Spielberg sabe que esa ética de trabajo no tiene porqué haber desaparecido. Y esa obligación de hacer responsables, con nombre y apellido, a los poderosos por los delitos que puedan cometer, tampoco.