El cine sobre artistas suele enfocarse en la épica personal, el ascenso económico y la superación de los obstáculos. Y cuando retrata el fracaso, lo hace de manera espectacular: la caída es tan profunda como fue alta la cima. Ambos logros, el éxito y fracaso absolutos, son culpa del artista. Él o ella se esfuerza para merecer el reconocimiento de los demás y luego lo echa todo a perder por envidia, lujuria o codicia. Según este esquema narrativo, es el artista quien alcanza su destino, no el destino que se lo lleva por delante.
The Unicorn, de los documentalistas Isabelle Dupuis y Tim Geraghty, transita el camino opuesto. Su protagonista, el cantante Peter Grudzien, nunca fue —ni podría haber sido— famoso. Es una figura de culto y obtuvo cierta notoriedad en los 70s, cuando editó un disco de temática abiertamente gay. Dentro de la música country, cultivó un estilo propio e idiosincrático, y lo hizo no en estudios de grabación o con el respaldo de grandes sellos, sino desde la casa de su familia en Astoria, Nueva York.
A los 65 años, vive con su hermana gemela y su padre, quien se asoma al siglo de vida. No es una convivencia harmónica. Los gemelos arrastran un historial de trastornos mentales, estadías en institutos psiquiátricos e incluso terapias de electroshock, y el peso de las décadas y los altibajos emocionales se le nota en los ojos. Su padre, un obrero desencantado, es más lúcido, y también más cruel y cínico. Al hablar de su hija, opina que algunas vidas no merecen la pena. Para él, los gemelos significaron un largo esfuerzo de crianza, y sólo a veces la cámara espía algo de compasión en su rostro centenario.
Peter canta, toca la guitarra y comparte sus letras y grabaciones sobre un sillón desvencijado. La única vez que lo vemos ante un público, se trata de una sesión de karaoke en un bar. No hay fanáticos clamorosos en estadios de fútbol o anfiteatros, sólo parroquianos erguidos sobre sus cervezas.
The Unicorn es un documental poco glamoroso, una anti-épica contada con grabadoras caseras. No hay cimas o abismos; no hay estridencias o tragedias. Hay una familia disfuncional que se pelea a diario. Hay una casa venida a menos, en la que se acumulan antigüedades y artefactos electrónicos obsoletos. Hay personas que mueren y parientes que discuten sobre herencias. Es decir, hay una meseta de banalidad, tristeza, lindos recuerdos y algunos sueños perdidos.
Lo cual no quiere decir que el documental en sí sea una meseta o mediocre. Todo lo contrario: es una película que lastima, con frases y momentos que son como dagas. El cine tiene la capacidad de rescatar a las personas del olvido y monumentalizar lo banal. No solo al mostrarlo sino también al descubrir qué hay de extraordinario en lo ordinario.