Para ser superhéroe hay que saber lo que es perder a la familia. Batman, Superman, Spiderman, Daredevil, la mayoría de los X-Men; todos pertenecen a familias quebradas, asesinadas, extinguidas. Pareciera que muchas veces, en la lucha contra el mal, lo que hay no es tanto un deseo de hacer el bien (que sí, obvio, está) como la búsqueda un poco tosca de cariño, el intento desesperado de encontrar nuevos vínculos afectivos que reemplacen a los seres queridos ausentes. Thor es la primera película de superhéroes que no piensa la familia como pasado trágico sino como presente cargado de conflictos. Al director le importa el mundo palaciego de Asgard mucho más que las peripecias de Thor en la Tierra; el ser superhéroe ni se le cruza por la cabeza al hijo de Odín, príncipe heredero al trono que es desterrado del reino por su comportamiento belicoso. Su único acto de justicia y sacrificio por los humanos (uno solo en toda la película) es menos un gesto heroico que una parte del aprendizaje del ser hijo y vivir según las reglas de un padre cálido pero duro. Si las películas de Superman transcurrían casi en su totalidad en nuestro planeta para volver sólo muy esporádicamente al desaparecido Krypton, en Thor pasa justo lo contrario: las escenas en la Tierra no son más que el telón de fondo del verdadero drama, uno con ribetes notoriamente shakesperianos que acontece, con toda la pompa e intriga acordes, dentro del castillo de Asgard. Quizás sea por eso que el personaje de Natalie Portman parece tan decididamente torpe, lineal, sin ninguna muestra de trabajo narrativo demasiado elaborado. Jane (Portman) no es más que una muletilla que sostiene y construye desde otro lugar al personaje de Thor, un dios caído y perdido en el universo genérico de los superhéroes.
Hermanos unidos que se ven enfrentados por las circunstancias; un padre que tiene que elegir entre uno de ellos para que lo suceda en el trono; un séquito de amigos fieles e incondicionales; una conspiración capaz de poner en riesgo la paz de todo un reino; una maldad y deseo de venganza que ocultan la falta de cariño y respeto familiar; un bebé secuestrado que crece sin conocer su verdadera identidad, etc. Thor es un drama cortesano con el ingrediente fantástico de transcurrir en la tierra mítica de Asgard, donde los guerreros tienen poderes y el combate es un ritual feliz que permite realizarse en el mundo. Pero si la película no se parece en nada a uno de esos productos de Hallmark con aspiraciones de qualité es porque Branagh le imprime a Thor un aire marcadamente irreal e hiperbólico que reenvía al espectador todo el tiempo a la noción de cine. La ciudad de Asgard, una maravilla de la técnica, curvas y rectas, estructuras flotantes y destellos dorados, solamente puede existir en una pantalla de cine, lo mismo que las hazañas guerreras del hijo de Odín; así, el drama palaciego nunca deja ver pretensiones de parecerse a la realidad o de referir a ella mediante claves interpretativas. Thor es pura historia y puro artificio que conoce a la perfección su lugar: lo divino, lo mágico y lo heroico componen su geografía narrativa sin ningún atisbo de hacer Historia de manera encubierta.
Si Thor no es (felizmente) del todo un drama shakesperiano, eso ocurre porque el director está, una vez más y contra cualquier pronóstico posible (sus últimas películas habían sido muy pobres), desplegando una visión personal del mundo. Fue el reproche que se le lanzó desde siempre: Kenneth Branagh adapta mal a Shakespeare porque no entiende la tragedia. Y es cierto que en casi todas sus adaptaciones (salvo en la oscurísima Enrique V) la trama se las arregla para adoptar un tono más o menos festivo que sortea con elegancia los momentos trágicos para volver una y otra vez a la comedia. Thor, aunque por momentos lo parezca, no llega nunca a ser una tragedia porque el conflicto inicial no parte de un hecho insuperable y porque la película se encarga, sobre el final, de restituir un estado de cosas ideal en el que lo único que falta es el componente maligno, ahora convenientemente depurado. Si a veces el cine de John Ford transita el camino de la tragedia shakesperiana más descarnada, Kenneth Branagh lleva siempre al dramaturgo inglés por los senderos más felices y plenos de la comedia hawksiana en la que, incluso después de haberse dibujado los signos de un destino trágico, el director encauza los conflictos de manera que desemboquen (que estallen) en un final que siempre es tregua y promesa de paz, como la reconciliación imposible que se da al final de Río Rojo.
La historia de Río Rojo se parece bastante a la de Thor: un padre cría a un hijo con amor esperando transmitirle su saber; el hijo aprende pero también cree saber más que él, y lo desafía intempestivamente; los dos se alejan y se declaran odios mutuos, pero en el fondo no anhelan más que verse de nuevo y volver a ser familia. La maestría de Thor está en enhebrar ese drama sin despreciar el universo original del personaje. Se nota en las escenas de acción como la batalla contra los gigantes de hielo: Branagh aprovecha a cada uno de los personajes y filma el combate con nervio, impacto y sin caer en la repetición fácil o en una mera seguidilla de planos rápidos (una de las cosas que más impresionan es la manera en que se explota el sonido: los gritos, ataques y golpes de Thor y su martillo Mjolnir vibran en el cuerpo y a lo largo y ancho de toda la sala). Thor viene a sumarse a ese grupo selecto de películas de superhéroes (aunque su personaje no lo sea del todo) a la par de Batman, el caballero de la noche y las dos Iron Man. Lenta pero segura, empieza a escribirse la historia grande de un género hasta ahora menor.