Thor (o dolor de to-or).
El superhéroe del martillo tiene la desgracia de poseer lo que podríamos denominar el síndrome de Superman: cuando un personaje tiene superfuerza, supervelocidad, un supermartillo, una supercapacidad de volar, una superresistencia al dolor... es difícil que al espectador le genere mucha empatía, porque ¿a quién se le puede ocurrir una forma de vencerlo si posee todas esas cualidades? De todas formas, y dejando de lado esa apreciación hipersubjetiva, Thor es una película con dos caras: un costado formal y solemne, el tan mentado y tan elogiado costado shakesperiano que las críticas mundiales le han felicitado a Kenneth Branagh y un costado más vulgar, más mundano, más humano, más cercano a todos nosotros, más parecido a todas las películas de la factoría Marvel y de toda película de superhéroes que se precie (también sucedía un poco en Kick-ass), que es esa situación en la que el héroe se tiene que adecuar a su nuevo mundo. Cuando apelan al humor mundano, funciona. Cuando Anthony Hopkins despliega un parlamento digno de un rey (o un dios, en este caso) también. Sin embargo, hay elementos que no terminan de encajar. Mientras la historia es mucho más interesante de lo que se le podía pedir, Branagh derrapa en las escenas de acción, es decir, la escencia de una película de superhéroes. ¿Qué importan los planes de un medio hermano por robar el trono de Odin si a la hora del enfrentamiento solo vemos algunos chisporroteos extraños y derroche de colores? También son dispares los efectos especiales y, por último, las actuaciones. Mientras que Hopkins, Skarsgard, Dennings y Portman elevan el film (algunos con altura, otros con frescura), los hermanitos macana interpretados por Chris Hemsworth y Tom Hiddleston lo rebajan con interpretaciones poco convincentes. Como presentación de un personaje que volverá en Los vengadores, Thor safa apenas. Como filme independiente de la otra historia, deja que desear.